por Antonio Gascón
Resumen:
Con motivo de la exposición celebrada en Zaragoza, entre diciembre de 2006 y febrero de 2007, titulada Goya y el Palacio de Sobradiel, resulta interesante el recordar el origen primero del descubrimiento de aquellas pinturas realizado por Ricardo del Arco en 1915, y cuyo artículo Pinturas de Goya (inéditas) en el palacio de los Condes de Sobradiel de Zaragoza resultó primordial tanto en el asunto de la autoría como en el de su datación. Basado en él, y tras su análisis, cabe destacar una serie de hechos o de comentarios que no se ajustaban precisamente a la realidad existente.
Él cómo se inició aquella historia
El palacio de los condes de Sobradiel de Zaragoza, desde el año 1929 sede del Colegio de Notarios de la ciudad y de su Archivo de Protocolos, y situado en la plaza del Justicia de aquella capital, fue en 1915 objeto de atención por parte de todos los especialistas en la obra pictórica de Francisco de Goya y Lucientes, al aparecer un artículo de Ricardo del Arco donde se hacía pública la existencia en él de unas pinturas murales inéditas, situadas en el viejo oratorio del palacio y, según el autor, ejecutadas por Goya durante su primera época.(1)
El conjunto mural, al parecer desarrollado en torno a una imagen, una escultura del Ecce Homo que había presidido la pieza religiosa, pero desaparecida ya en la época de Del Arco, estaba formado, según Del Arco, por tres grandes composiciones, La Visitación, El Entierro de Cristo y El Sueño de San José, y cuatro representaciones menores de santos íntimamente relacionados con el fervor familiar, San Cayetano, San Joaquín, Santa Ana y San Vicente Ferrer.
Unos años más tarde, y tal vez como consecuencia de aquel mismo artículo de Del Arco, aquellas siete pinturas murales, fueron retiradas de la pared y pasadas a lienzo por orden del conde de Gabarda, Joaquín Cavero y Sichar, descendiente de los condes de Sobradiel, y expuestas al público en la muestra conmemorativa de la muerte del pintor que tuvo lugar en Zaragoza en 1928.
Unos años más tarde, en 1932, se procedió por parte de aquella familia a su venta indiscriminada, dispersándose por tanto todo el conjunto salvo una pieza, El sueño de San José que quedó en depositó en la misma Zaragoza. Hecho, como otros muchos similares, desgraciado, pero que en Aragón o en España no inquietó a nadie en absoluto, y menos aún a las autoridades políticas de la época, en su caso republicanas.
A día de hoy, y tras muchas peripecias, salvo La Visitación, que permanece aún en manos privadas, en este caso, al parecer y supuestamente en manos de la familia de los condes Contini Bonacossi de Florencia, y El Entierro de Cristo, depositado en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, mientras que el resto se encuentra por fortuna de nuevo en Zaragoza.
Pero obras, que de una forma u otra, han tenido que volver a ser recompradas. Una por suscripción popular en 1965, El Sueño de San José. En el caso de San Cayetano, adquirida por el Gobierno de Aragón en 1997, otras dos, San Joaquín y Santa Ana, adquiridas por Ibercaja en 1999 y en subasta pública en el extranjero, y en el caso de la última, San Vicente Ferrer, comprada también por el Gobierno de Aragón en 1999.
La historia menuda de un artículo
Es indudable la oportunidad que tuvo en su momento la publicación de aquel artículo de Del Arco, titulado Pinturas de Goya (inéditas) en el palacio de los Condes de Sobradiel de Zaragoza, gracias al cual salieron a la luz pública aquellas pinturas.
Por otra parte, el propio decurso del tiempo, en este caso 92 años desde su publicación, unido a la vigencia del tema, con El sueño de San José en el Museo de Zaragoza desde 1975, el retorno a Zaragoza en 1997 de San Cayetano, y con la compra en 1999 de San Joaquín, San Ana y San Vicente Ferrer, más la exposición celebrada en Zaragoza de 2007, Goya y el palacio de Sobradiel, resulta una buena excusa para retomarlo de nuevo analizando con un cierto detalle el contenido del mismo, a la vista de que varias de las afirmaciones contenidas en él, o han sido generalmente mal interpretadas por los especialistas, que en algún caso las han llevado al límite, o por el contrario, no se han tenido en cuenta otras fundamentales, consecuencias ambas de una apresurada lectura.
De esta forma, la única pretensión del presente trabajo es el de analizar los contenidos de dicho artículo, la interpretación de ellos o las clarificaciones pertinentes sobre lugares, hechos o personajes principales o secundarios, lo que no implica en absoluto ningún desacuerdo sobre la autenticidad de las pinturas, territorio propio de los especialistas del arte, y pensando siempre que nuestras observaciones, realizadas desde un plano próximo a la crónica, pueden servir para ampliar y rellenar el espacio histórico, otro territorio, en múltiples ocasiones, tristemente abandonado.
La primera conclusión global y simplista que se extrae de la lectura de aquel artículo es que dichas pinturas, siempre según Del Arco, tuvieron su origen en un encargo realizado por Joaquín Cayetano Cavero, conde de Sobradiel, a Goya. Decimos conclusión simplista, porque en realidad Del Arco al iniciar su artículo, en principio, ni afirmaba ni negaba que fuera precisamente aquel personaje en concreto el responsable directo de la existencia de dichas pinturas murales, limitándose sólo a mencionar su nombre al resultar ser el penúltimo propietario del palacio de Sobradiel de Zaragoza en las postrimerías del siglo XVIII. Eso sí, la presentación del personaje no pudo ser más barroca y recargada: “En el último tercio de la centuria decimoctava era señor de él (del palacio de Sobradiel) D. Joaquín Cayetano Cavero”.
Pero, a la vista de la información que en la actualidad se posee, resulta obvio que dicha presentación personal fue una argucia lingüística mediante la cual Del Arco trató, en primer lugar, de encubrir su aparente y supuesta ignorancia en todo cuanto hacía a las fechas concretas sobre la posesión del título de aquel personaje, y de paso la de la propia casa condal, en lo que hacía referencia a sus predecesores y mayores, de hecho la principal fuente de información del propio Del Arco.
Basta para ello con saber que cuando se inició, según Del Arco, el "último tercio de la centuria" (1766), el tal Joaquín Cayetano Cavero hacía ya 14 años largos que ostentaba de hecho y derecho aquella dignidad condal, circunstancia que ni el propio Del Arco y aún menos los descendientes de la casa Sobradiel podían supuestamente desconocer.
Puesta al descubierto aquella singular, digamos, ignorancia, cabe preguntarse por el motivo real que movió a Del Arco a expresarse de forma tan peculiar y, por otra parte, que pretendía al utilizar una forma tan rebuscada de presentación en el caso de aquel personaje.
Una de las posibles explicaciones que se nos ocurre, habría que buscarla en el más que particular interés mostrado por Del Arco en tratar de conseguir acotar mediante ella, de manera precisa, tanto al lector como al especialista, el factor tiempo, delimitando radicalmente el mismo, preparando así el terreno para que, de manera inconsciente y sin forzar, se pudiera ligar en su momento dos hechos muy concretos: el encargo de las pinturas por parte del conde de Sobradiel de la época y la existencia misma de una obra primeriza de Goya. De hecho, ambas cuestiones encajan perfectamente si las miramos desde un punto cronológico.
Para ello basta considerar que el primer periodo pictórico de Goya, el de su aprendizaje, se inició sobre 1763 y concluyó en 1772, tras su primera obra mayor: la de la bóveda del Coreto del Pilar. Periodo temporal que unido a aquel retórico "último tercio de la centuria" da como suma y consecuencia que únicamente dicho personaje de la casa Sobradiel pudo, en hipótesis, encargárselas. Todo ello, siempre y cuando se partiera de la premisa previa de que dichas pinturas correspondían a una obra de juventud del pintor y no a una época posterior, dada su propia factura.
La falta de pruebas
Debió ser por este motivo y, tal como veremos, por la falta más absoluta de pruebas, tanto en lo que hacía al asunto del encargo como en el de la autoría de las pinturas, que Del Arco en su apresuramiento por dar la primicia, que incluso obligó a la propia revista editora a tener que aplazar la publicación de su segunda parte sobre el Arte en Huesca en el siglo XVI, se vio abocado a desarrollar su artículo obviando múltiples detalles, tales como que una de las pinturas, el Sueño de San José, era una copia de una obra de Carlo Maratta, como apunta certeramente una nota de la redacción, e ilustrándolo con cuestiones secundarias o aseverando cuestiones indemostrables, pero sin perder de vista las dos cuestiones fundamentales en torno a las cuales debería de girar la historia del descubrimiento de las pinturas del palacio zaragozano de los Sobradiel.
La primera de ellas era que Joaquín Cayetano Cavero, el supuesto autor del encargo de aquella obra, retuvo el título de conde entre los años 1752 y 1788, año último en el cual la dignidad condal pasó, por fallecimiento y por falta de descendencia directa, a Joaquín Matías Cavero, hermano del anterior según apunta José Luis Morales, cuestión muy discutible tal como se verá un poco más adelante.
Y la segunda fue dar por descontado, a priori y sin la menor prueba, salvo la palabra dada por los propietarios coetáneos del palacio, en este caso la condesa viuda y sus hijos, de que las pinturas eran obra de Goya. Un Goya poco conocido en aquella época, particularmente entre los años 1763 y 1772, y por lo tanto joven, primerizo y no precisamente muy documentado. Todo lo cual permitía, dada aquella misma escasez de información, el unir, sin grandes riesgos, el nombre de Goya con el del conde de aquel mismo periodo, entrando de esta forma y de puntillas en el campo de la especulación.
A partir de aquellas premisas, una de ellas real, la personalidad del conde y otra hipotética, la autoría de las pinturas murales, Del Arco, inició su artículo informando primero al lector, no sobre aquellas pinturas en concreto y sujeto principal del mismo, sino sobre los orígenes de la casa de los condes de Sobradiel y sus títulos nobiliarios, o especificando todo lo que respectaba al fabuloso contenido mobiliario del palacio. Digresiones que no venían a cuento tal como él mismo reconocía, pero que le sirvieron de pórtico e introducción para finalmente lanzar, a bote pronto y casi por sorpresa, su principal y más arriesgada afirmación: “Tratase de unas pinturas murales con que, por encargo del Conde Don Joaquín Cayetano Cavero, exornó la pequeña capilla”.
De esta forma, la aparente y rotunda afirmación de Del Arco sobre el encargo de las pinturas quedó coja y huérfana de los más elementales hechos probatorios, particularmente los documentales, al contar en realidad como justificación sólo y únicamente con sus anteriores digresiones heráldicas, genealógicas o patrimoniales sobre la casa Sobradiel, que Del Arco debió suponer, desde la buena fe, que resultaban de por sí, y para él, suficiente aval y garantía en todo cuanto hacía al origen primero de aquellas pinturas.
De ahí que surja siempre en esta historia el nombre del propietario del palacio en la época, que justamente se corresponde a Joaquín Cayetano Cavero, y que también sea su nombre el que se toma y cita siempre como responsable del encargo de las pinturas del oratorio del palacio de Sobradiel. Todo ello, con la más absoluta indiferencia de que Del Arco no encontrara en aquel año de 1915, ni en los siguientes, ni un sólo documento, dentro del amplio y conservado archivo condal de la casa Sobradiel, que avalara tanto su supuesta historia del encargo como la de la supuesta autoría de las pinturas, tal como finalmente acabó reconociendo, con boca pequeña, y al final de su artículo.
Sin embargo, y mal que pese, ambos hechos, encargo y autoría, en la actualidad, y con una cierta ligereza, se dan por más que confirmados y verificados, y más aún, incluso se llega a afirmar tajantemente, por si quedara alguna duda al respecto, que ello es así gracias a que existe una documentación de la época que los avala, circunstancia ésta aún hoy en día por demostrar: “La autenticidad de “Santa Ana” y “San Joaquín” (ambas pinturas del palacio de Sobradiel) ha sido garantizada por la casa Dorotheum, cuyos expertos aportaron la documentación que indicaba que el conde de Sobradiel, Joaquín Cayetano Cavero y Pueyo, contrató al joven Goya para decorar el oratorio de su palacio, situado en la zaragozana plaza del Justicia, una versión que coincide con la del historiador de arte zaragozano Arturo Ansón”.
Autenticidad documental la anterior confirmada, de dar por bueno un puntual comentario del propio director general de Cultura y Patrimonio de la Diputación General de Aragón en 1999, Domingo Buesa, recogido en unas declaraciones a la prensa zaragozana realizadas por él con motivo de la compra de San Joaquín y Santa Ana aquel año, donde remarcaba puntilloso que "el Gobierno de Aragón rechaza cualquier trabajo (de Goya) que no esté documentado".
El inventario de 1788
Pero a pesar de tan concluyentes afirmaciones, y por aquello de la casualidad, es justamente en el propio trabajo de Del Arco donde aparece una noticia que en apariencia pone en duda una de las dos afirmaciones básicas en que se sustenta toda la historia: la de la autoría de los murales, y el motivo proviene precisamente de un documento de la propia casa condal, que Del Arco inconsciente, y por justificar la magnificencia de aquella casa condal, citó con todo lujo de detalles.
Se trata de un inventario titulado: “Inventario de los muebles, alhajas y efectos que por muerte del M.I. Sr. D. Joaquín Cayetano Cavero, Conde Sobradiel, acaecida en 31 de julio del presente año de 1788, se encontraron en la casa de su habitación de la presente ciudad de Zaragoza, ejecutado por D. Juan de Abad y D. Miguel Malero, encargados, aquel por el Muy Ilustre Sr. D. Joaquín Matías Cavero, actual Conde de Sobradiel, y éste por la M. I. Sra. D.ª María Joaquina Marín, Condesa viuda de Sobradiel, hechas las tasaciones de todo por los respectivos maestros”.
En primer lugar remarcaremos que dicho Inventario se realizó a la muerte de Joaquín Cayetano Cavero en 1788, y por tanto 15 o 16 años después de haberse pintado aquellos murales. Los motivos aparentemente son obvios de seguir a José Luis Morales y Marín, ya que, muerto el personaje sin descendencia y pasar el título de la casa a su hermano Joaquín Matías Cavero, éste último debió obligar a la viuda, María Joaquina Marín, a inventariar todos los bienes del palacio inherentes al título, es de suponer para evitar un posible expolio posterior de los mismos por parte de la cónyuge viuda.
Gracias a ello, y al propio Del Arco, conocemos, casi al detalle, el contenido del mismo: “En los numerosos aposentos aparecen registrados arquimesas, bargueños, bufetes, láminas de plata con efigies de santos encerradas en marcos de talla, cuadros de bronce con marcos de ébano, lienzos (entre ellos diez de Sibilas, que todavía se conservan), ricos servicios de plata, relicarios de oro, una firma de Santa Teresa, guarnecida de perlas puestas en oro, porcelanas chinas y, sobre todo, cuatro juegos de tapices: el primero compuesto por ocho paños de manufactura flamenca, con la Historia de Bayaceto; el segundo de once, con la historia del rico avariento, del mismo estilo; el tercero de siete, de escenas de montería, de figuras grandes, y el cuarto de cinco, representando a Diana en asuntos de caza. Y otros varios tapices sueltos y valiosas telas de terciopelo y damasco”.
A la vista de tan exhaustivo Inventario, recordemos realizado en 1788, es cuando surge la primera duda. Si en él figuran desde los "bargueños", las porcelanas chinas, hasta los servicios de plata, ¿cómo es posible que las pinturas murales del oratorio, obra de Goya, no estén igualmente inventariadas?
Por si nos habíamos olvidado, en aquel mismo año Goya acumula, en su ya largo historial profesional, entre otros méritos: el Coreto del Pilar, las pinturas murales de Aula Dei, trabaja para la Real Fábrica de Tapices, forma parte de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando como académico de mérito, ha pintado la Cúpula del Pilar, es Pintor del Rey, al año siguiente será nombrado Pintor de Cámara, y es, además, teniente director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Es de suponer pues, que poseía el suficiente prestigio y nombre propio para que su obra realizada, hipotéticamente, apenas 16 años antes mereciera los honores de figurar en dicho Inventario.
La explicación a semejante descuido podría pasar, cuando menos, por tres cuestiones puntuales. La primera, es que dichas pinturas murales no tuvieran ningún valor económico ni siquiera para los tasadores, Juan Abad y Miguel Malero, ni tampoco para su poseedor Joaquín Matías Cavero y aún menos para la usufructuaria D.ª María Joaquina Marín, a la cual en teoría estaba dedicada una de ellas: la de San Vicente Ferrer, al ser a última hora unas simples pinturas murales, situadas en la reducida capilla del palacio, y por tanto sin valor alguno.
De la primera cuestión se desprende la segunda. De no tener estas pinturas murales valor alguno de tasación, y no merecer su autor ni una sola línea en el Inventario, cabe sospechar razonablemente que su firma no era valorada como se merecía. De lo que se puede inferir que, de ser obra de Goya, o sus paisanos no estaban muy informados sobre su trabajo en el oratorio, o en aquellas fechas el prestigio de Goya como pintor muralista no era tan conocido y valorado en Aragón como era de suponer y se nos pretende hacer creer en muchas ocasiones.
Y la tercera cuestión pasa por un hecho simple, pero no por ello menos valorativo. Cabe la posibilidad, que no debería descartarse, de que dichas pinturas murales no fueran inventariadas en aquellas fechas simplemente porque todavía no ornaban el oratorio, al realizarse estas a partir de aquel año. Hecho que podría explicar, de forma razonable, que las mismas no figuren por aquel motivo en dicho Inventario de 1788.
La fecha de ejecución de las pinturas
Uno de los problemas que surge habitualmente entorno a Goya es la datación cronológica de su obra cuando esta no está documentada. Como en el caso de las pechinas de la ermita de Nuestra Señora de la Fuente, en Muel, fechadas desde 1770 (Ansón) hasta 1773 (Camón y Morales), mientras que para Gudiol serían de 1772.
Idéntica oscilación, del 1770 a 1773, sufre la datación del conjunto del palacio de los condes de Sobradiel, de Zaragoza. Pero lo más sorprendente es la forma y el motivo que ha llevado a los especialistas a establecer dicha datación.
Y más sorprendente aún de saber que toda esta cuestión, generalmente, ha venido pasando por una circunstancia concreta: unas reformas arquitectónicas que sufrió dicho palacio en el siglo XVIII. Momento durante el cual se da por supuesto, de nuevo sin base alguna que lo avale, que fue la época en que se realizaron dichas pinturas murales. Lo cual no deja de ser una simple hipótesis, ya que nada apunta en aquella dirección. Y más aún, de tenerse en cuenta que dicha afirmación parte de un error de concepción, común en muchos de los especialistas, al tomar esta idea tras una mala lectura del artículo de Del Arco: el de 1915.
Por otra parte, es bien cierto que en el año 1771 se realizaron unas reformas en el palacio de Sobradiel, como finalmente demostró Morales, obra del arquitecto Miguel Barta "menor", a petición del conde de Sobradiel de la época Joaquín Cayetano Cavero. El mismo personaje al cual se atribuye el encargo a Goya de las pinturas murales en discusión. De la misma forma que dicho palacio, en 1859, sufrió de nuevo otra reforma, en esta ocasión de manos del arquitecto José de Yarza y Miñana, y una tercera en 1882 de la que da noticia José Blasco Ijazo.
Y es de uno de estos hechos, la reforma de 1771, en discordia hasta el año 1990, momento en el cual Morales la zanjó definitivamente al aportar la oportuna documentación, procedente del archivo de Pascual de Quinto, el punto crucial de donde ha partido la datación de los murales del oratorio, supuestamente realizados, y aquí entra en juego el gusto del especialista, entre 1770 y 1773, periodos ambos que, por supuesto, incluyen la fecha real de aquellas obras en el palacio.
Otra cuestión muy diferente es que la base de esta general suposición recaiga tristemente en dos simples e inocuos comentarios de Del Arco, que justo iban en otra dirección, y no en referencia precisamente a la susodicha reforma.
El primer comentario de Del Arco dice así: “Poseía la Casa de Sobradiel un hermoso palacio en la capital de Aragón, sito en la actual plaza del Justicia, junto al templo de San Cayetano, que hoy subsiste, aunque restaurado”.
Página y media más adelante, Del Arco, tras haberse perdido en las ya comentadas digresiones sobre los orígenes de las "esclarecidas familias zaragozanas", incluida la de la casa de Sobradiel y la "esplendidez de su morada", recogido en el Inventario de sus bienes, volvía a la carga diciendo lo siguiente: “Con la renovación antes indicada, el palacio ha perdido su aspecto de ancianidad, y hasta la distribución ha cambiado. Sólo, por fortuna, se halla en igual estado que antes el reducido oratorio, pieza, no obstante, la más estimable de la casa, por encerrar hermosas producciones pictóricas del inmortal Goya, inéditas, y de las que no se hablado hasta ahora.”
La primera cuestión que más destaca del conjunto de ambos comentarios, es que Del Arco en ningún momento mencionaba la reforma realizada en el año 1771. Luego, la hipótesis hasta hoy mantenida, y sobre la cual se basa la datación cronológica de los murales del oratorio, pintados como motivo de aquella reforma en concreto, es formalmente eso: una hipótesis.
Por el contrario, lo más probable es que cuando Del Arco comentaba lo de la reforma se estuviera refiriendo a una muy próxima a su tiempo, de la cual, tanto él mismo como la viuda del conde contemporáneo deberían tener noticia: la ultima, la realizada en 1882, de la que hacía pues 33 años. De ahí que Del Arco afirmara que gracias a ella "el palacio ha perdido su ancianidad", y durante la cual, "por fortuna", no se tocó el oratorio.
Dicha afirmación se basa en que por mediación de ella se procedió a colocar los frontones triangulares que hoy en día coronan los balcones, junto con las gambas, remates de ventanas y molduras lineales de unión horizontal, así como las cornisas de piedra, lo que prestó en su tiempo al palacio un cierto aire de modernidad.
Pero la prueba más palpable de que Del Arco no tuvo en cuenta para nada la reforma de 1771, de la cual al parecer ignoraba todo, es que a la hora de situar cronológicamente las pinturas murales no sugiere fecha alguna en concreto, no dejando por ello de opinar que de situarlas deberían situarse anteriores a las pinturas del Pilar de 1772 o las de Aula Dei de 1774, y por tanto con inferencia de las reformadas realizadas en el palacio en 1771.
“Ahora bien, ¿a qué época del artista hay que adjudicar estas obras? Datos acerca de ello no he hallado. Yo no me atrevo a fijarla en concreto. Quédese esto para los críticos que se han especializado sobre Goya [...] A pesar de su valor, no son las pinturas que han ocupado nuestra atención, de las mejores producciones del inmortal artista [...] Yo me inclino a creer, como resultancia, que los cuadros (de) Sobradiel son anteriores a la madurez, al apogeo artístico de Goya, a su mejor época, en que eran disputadas sus producciones y en que fue colmado de distinciones; acaso también a su labor en el Pilar y en Aula Dei”.
La opinión de Del Arco, en cuanto hace a la cronología de aquellas pinturas, afortunadamente no es única, puesto que, Valentín de Sambricio era de parecida opinión, e incluso más radical que el propio Del Arco al hacer retroceder aún más su datación. Pero son estas dos voces las únicas discordantes, dado que el resto de especialistas, obnubilados probablemente por el mal interpretado comentario del propio Del Arco, siguen actualmente empeñados en mantenerse en sus trece, y tal como acabamos de ver, sin base alguna salvo la meramente interpretativa.
Similar situación se da también en el caso de las pinturas murales de la iglesia parroquial de San Juan Bautista de Remolinos, adjudicadas a Goya en 1772, cuando es más que archidemostrado documentalmente que dicha iglesia parroquial se concluyó en 1782, o sea 10 años más tarde, y faltas éstas, al igual que las de Sobradiel, de la oportuna documentación que avale también la autoría de Goya.
Breve historia del Palacio de Sobradiel.-
Dada la importancia del lugar de ubicación de aquellas pinturas murales, nos vamos a permitir el intentar explicar, de manera sintética, la historia del palacio de Sobradiel. De seguir lo recogido por Blasco Ijazo a la muerte, en 1614, del sexto conde de Sástago, Martín de Alagón y Fernández de Heredia, bajo testamento segregó del mayorazgo familiar la casa que poseía de sus abuelos en la plaza del Justicia, legándosela a su hijo segundo Enrique de Alagón, maestre de campo en el ejército de Flandes, que moriría soltero. En vida de Enrique de Alagón las casas de la plaza del Justicia eran treuderas a la Orden de San Juan, por lo que fue requerido por el Gran Maestre para que hiciera efectivo el importe vencido de veintinueve pensiones sobre dos treudos perpetuos, a lo que aquel se negó. Preventivamente el castellán de Amposta decomisó dichas casas incoando punto seguido proceso de aprehensión, que finalmente ganó la Orden en todas las instancias, tomando posesión del edificio en 1647, y atreudándole seguidamente a doña Jerónima Jiménez de Cerdán, que lo vendió cinco años más tarde, en 1652, por 4.480 libras jaquesas a Sebastián Cavero, primer conde de Sobradiel. Cabría matizar que Sebastián Cavero, el comprador, tardó todavía 8 años en comprar el señorío de Sobradiel a Vicente Cerdán y Agustina Cerdán de Escatrón, cónyuges, y que el título condal inherente al señorío no le sería reconocido por la corona hasta 1670.
También según Blasco Ijazo, sobre el antiguo solar de aquellas casas "fue construida en el siglo XVIII la casa que hoy se contempla". La prueba de aquella aseveración, siguiendo siempre al mismo autor, reside en el hecho de que el palacio fue inscrito en el Registro de la Propiedad Territorial, el día 28 de enero de 1864, por Joaquín Florencio Cavero y Tarazona, conde de Sobradiel y barón de Letosa, que declaró poseerla desde 1808 momento en que la heredó de su padre Joaquín Cayetano Cavero, justamente el mismo personaje al que se atribuye el encargo de las pinturas de Goya, y al cual se suponía, según Morales y Marín, sin descendencia directa.
Por otra parte, el comentario de Blasco Ijazo, sobre que dicha casa se construyó en el siglo XVIII, tiene sentido al saberse que la edificación primitiva era, cuando menos, del siglo XVI, si se tiene en cuenta que cuando Martín de Alagón se la legó a su hijo Enrique en 1614, esta ya provenía de los abuelos. Luego, en el siglo XVIII, el edificio tenía ya más de doscientos años, por lo cual la reforma en aquel siglo debió ser muy importante.
Todo ello nos lleva a la posibilidad de que a pesar de las reformas, una de las estancias que menos debió ser alterada, si lo fue, fue el propio oratorio. Las cortas descripciones de Del Arco así lo apuntan: "Tratase de unas pinturas murales con que [...] exornó la pequeña capilla [...] en el techo de la capillita [...] La escasísima luz (y aun indirecta) que penetra en estancia, lo reducido de ésta...". Estos pequeños detalles, sobre el tamaño real del oratorio, hacen sospechar que este bien podía ser el mismo que ya debió poseer el primitivo palacio del siglo XVI, "modernizado" en el siglo XVIII con la simple adición de unos murales, que no tienen porque corresponder justamente al momento puntual de aquella misma reforma.
Una forma muy peculiar de adjudicar autorías
Con independencia de que Del Arco diera por zanjada sin discusión, y desde el principio de su artículo, la autoría de aquellas pinturas murales, no por ello deja indiferente el argumento que vino a utilizar al final del mismo, para rematar y remachar aquella supuesta autoría de Goya. Un argumento tan subjetivo que en la actualidad sería rechazado de plano o sería visto, en principio, con mucho recelo por los especialistas, como así sucedió: “Para terminar, diré que la tradición de Goya en las Casas de Alcíbar Sobradiel, enlazadas por vínculos de matrimonio, es manifiesta. La actual Condesa, viuda de este último título, cuyo abuelo fue gran amigo de nuestro pintor, conserva bocetos que Goya hiciera para los frescos que ejecutó en el templo del Pilar, y recuerda haber oído a sirvientes antiguos de su casa la especie, transmitida en el transcurso del tiempo, de que Goya pintó en el palacio condal de Zaragoza”.
Para empezar, hay que desmenuzar, con un cierto detalle, el comentario anterior, que en su tiempo debió ser muy esclarecedor, pero que en la actualidad suena poco menos que a chino. Así, cuando Del Arco habla de la familia Alcíbar Sobradiel debería saberse que al conde de la época de Goya, Joaquín Cayetano Cavero, no le debió suceder un hermano, como apuntaba Morales y Marín en su artículo, sino probablemente su hijo, Joaquín Matías Cavero, que en 1792 recibiría la baronía de Letosa por donación de su tía María Magdalena Bernaza y Sanli.
A éste debió suceder, tal vez por falta de descendencia, su otro hermano Joaquín Florencio Cavero y Tarazona, el mismo que se declaraba hijo de Joaquín Cayetano Cavero en 1868, casado a su vez con Teresa Álvarez de Toledo y Palafox (hija del duque de Medina Sidonia), que unió a su título de conde de Sobradiel el de barón de Letosa.
A su muerte recayó en 1877 la casa y el título de conde de Sobradiel en su hijo Joaquín Inocencio Cavero y Álvarez de Toledo, barón de Letosa por cesión de su padre en 1857, casado con María del Pilar Alcíbar-Jáuregui Lasauca. Al morir ambos cónyuges, en 1898, José Ignacio Cavero y Alcíbar-Jáuregui, su hijo, heredó ambos títulos, y es precisamente su viuda la que comunicó a Del Arco, en 1915, el asunto de las pinturas.
De dar por bueno el parentesco apuntado por Morales, que la tal viuda era prima hermana del difunto José Ignacio Cavero, cabe pensar que ambos poseían el apellido Alcíbar-Jáuregui por su rama materna, y en realidad de una sola generación, la anterior, siendo ellos la segunda.
En cuanto hace al abuelo de la condesa, que Del Arco no cita por su nombre, pudo ser un Pignatelli, puesto que, una hermana de Joaquín Inocencio Cavero, el conde de Sobradiel de 1877, llamada Rosa Cavero casó con Juan José María de Pignatelli, 23º conde de Fuentes, y por lo tanto descendiente del Pignatelli que Goya pintó en 1790. O por el contrario, podría tratarse de un Goicoechea, dado que, María del Pilar Alcíbar, de la familia Goicoechea, casada en segundas nupcias con Joaquín Inocencio Cavero, poseía en 1867 una pareja de pinturas, obra de Goya realizada entre 1768-1769, tal como figura en el inventario de sus bienes de aquel año. De uno de estos dos parentescos podría provenir la "tradición" familiar sobre Goya apuntada por Del Arco en las dos casas: la de Sobradiel y la de Alcíbar.
Sin embargo, el conde de Gabarda, Joaquín Cavero Sichar, el mismo que mandó traspasar en el año 1921 las pinturas a lienzo, calificado por Del Arco como "hijo" del difunto José Ignacio Cavero, resulta ser en realidad un deudo de éste, en este caso un primo hermano, casado con María Teresa Cavero y Alcíbar-Jáuregui, hermana a su vez de José Ignacio Cavero y Alcíbar-Jáuregui, conde de Sobradiel, del cual heredó a su muerte el palacio de Sobradiel de Zaragoza.
Otra historia es la de Joaquín Cavero Sichar, conde de Gabarda, coronel del Regimiento de Castillejos, que resultó ser el personaje al cual se hace responsable de que en el año 1921 pasaran a lienzo las supuestas pinturas de Goya, operación que al parecer realizaron unos especialistas italianos. Sin embargo, dicho personaje no tuvo la oportunidad física de verlas expuestas en 1928, con motivo del homenaje a Goya en aquel mismo año en Zaragoza, y mucho menos pudo ser el responsable final de su venta en el año 1932, puesto que murió el día 25 de abril de 1927. Luego la responsable de ambos hechos, la exposición pública de las pinturas y su posterior venta, además de la propia venta del palacio en 1929 al colegio de Notarios de Zaragoza, fue en realidad su viuda María Teresa Cavero Alcíbar.
Otra de las cuestiones que merece la pena conocer es que los bocetos de los frescos del Pilar, a los que hace referencia Del Arco, mencionados por primera vez por Beruete en la monografía que le dedicó al artista, gracias a la información facilitada por el propio Del Arco, al parecer se encuentran en la actualidad en la colección de los herederos de Gudiol en Barcelona.
Pero de todo aquel conjunto de comentarios, farragosos y entremezclados, lo que más resalta es el peregrino argumento final utilizado por Del Arco como justificación de la autoría de las pinturas murales del palacio: “Diré que la tradición de Goya en las Casas de Alcíbar Sobradiel [...] es manifiesta [...] La actual Condesa [...] recuerda haber oído a sirvientes antiguos de su casa la especie, transmitida en el transcurso del tiempo, de que Goya pintó en el palacio condal de Zaragoza”.
Y fue en esta especie, noticia, fama o rumor, transmitido, según Del Arco de boca de la condesa, y no por sus mayores, sino por los sirvientes de la casa, donde Del Arco se aferró finalmente para justificar y atribuir la autoría de aquellas pinturas a Goya, fiando así únicamente de la palabra dada por su informadora y de su propio instinto. Lo que en cierta manera significaba para Del Arco el poner en riesgo su propia objetividad ganada a lo largo de una honesta trayectoria profesional.
El resto de los especialistas de la época no debieron andar demasiado de acuerdo con aquellas peculiares razones de Del Arco, ya que, después de la publicación del artículo no hay noticia alguna durante años de que alguien más se volviera a preocupar aunque fuera de forma mínima por ellas.
Un extraño silencio
A estas alturas es fácil el tratar de adivinar las reticencias que pudieron mover a los expertos a adoptar semejante actitud. Bastaba para ello con pensar en el tiempo transcurrido desde la hipotética fecha de ejecución de las pinturas, de seguir a Del Arco sobre 1770, hasta aquel año del descubrimiento de 1915, lo que hacía un total de 145 años de silencio y desmemoria de la casa condal, recuperada milagrosamente en aquel mismo año, pero eso sí, gracias a un “rumor” mantenido entre los criados de la casa, es de suponer todos ellos longevos y de confianza.
A lo anterior, podemos añadir ahora un sumando más: el asunto del Inventario realizado a la muerte de Joaquín Cayetano Cavero, en 1788, y donde dichas pinturas no merecieron el detalle de ser tasadas.
De esta forma se explicaría aquel prudente silencio, durante el cual a nadie pareció interesarle el tema, y menos aún a los expertos, posiblemente también dolidos por un agresivo comentario vertido por el propio Del Arco donde ponía en tela de juicio la inteligencia de aquellos, o su capacidad de discernimiento, en el supuesto caso de no aceptar su juicio inapelable en cuanto hacía a que aquellas pinturas eran obra de Goya, cuestión que no debió sentar precisamente muy bien en el medio: “Yo invito a los inteligentes a que examinen las pinturas, y rápidamente dictaminarán de acuerdo conmigo: no es otro, no puede ser otro que Goya el que las trazó”.
Tras aquel belicoso comentario de Del Arco en 1915, no se volvió a tener noticia de aquellas pinturas murales hasta 13 años más tarde, momento en que reaparecieron, ya enmarcadas, en la exposición de 1928, sin que de nuevo nadie mentara el tema, aparentemente tabú.
Tal circunstancia se aprecia con claridad meridiana en el número 31 de la Revista Aragón, de abril de 1928, titulado A Goya, editado con motivo de la exposición, donde aparecen las segundas reproducciones fotográficas de todas ellas, después de las parciales de Del Arco de 1915, pero sin que en aquel número, donde colaboraron los mejores especialistas sobre Goya del momento, incluso rebatiendo otras obras atribuidas al pintor aragonés, nadie les dedique una sola y triste línea, quedando de este modo las imágenes desamparadas y fuera de lugar a todo largo y ancho de la revista, y como si se trataran de simple publicidad. Cuatro años más tarde, María Teresa Cavero, viuda del conde de Gabarda, procedió a la venta indiscriminada de las pinturas en medio de la indiferencia más absoluta.
Y tuvieron que pasar un total de treinta y uno años, para que finalmente un especialista español volviera a recoger el tema dando ya la razón a Del Arco, en este caso Sánchez Cantón en el año 1946, al que siguieron Camón Aznar y Milicua en 1952 y 1954 respectivamente.
La relación real de los Goya con los Condes de Sobradiel
En cuanto a la posible relación de Goya con los condes de Sobradiel, clave vital en la historia de Del Arco, el tiempo, desvelador de misterios, ha aportado una posible pista para poder explicar razonablemente aquella ligazón, por otra parte realmente documentada. La primera noticia de ello se tuvo en 1993 de la pluma de Carlos Barboza , al cual siguió dos años más tarde Arturo Ansón y en 1997 otros dos autores.
En este momento está más que documentada la presencia de Tomás Goya, el hermano mayor de Goya, en el pueblo de Sobradiel, durante el periodo 1774-1786, al estar casado con Polonia Elizondo, hermana de Lorenzo Elizondo cura párroco de aquella población desde 1758 hasta 21 de diciembre 1786, fecha última en que aquel falleció. Cinco meses más tarde, el 19 de mayo de 1787, Tomás estaba en Madrid de donde pasara, en 1789, a residir en Fuendetodos hasta su muerte acaecida sobre el 1822, no volviendo así nunca más a Sobradiel
Sobradiel, situado a unos dieciocho kilómetros de Zaragoza, aguas arriba del Ebro, era el lugar de señorío de los condes de Sobradiel, en ese entonces precisamente el controvertido Joaquín Cayetano Cavero, contando el lugar con "Sesenta y un vecinos y doscientas y treinta y un almas de comunión", o sea, con 250-260 habitantes en total.
Por lo cual, y dada la cortedad de su población, es de suponer que el largo afincamiento de la familia de Tomás Goya no debió pasar precisamente desapercibido, esto sino fue previamente autorizado para su residencia por el propio conde de la época. Un hecho, que debió ser más que conocido por los criados de la casa, y más aún cuando éste se prolongó a largo de casi 13 años, figurando incluso su familia en los libros parroquiales.
A lo que hay que añadir, la razonable sospecha de la posible intervención de Tomás Goya, en función de sus dos oficios: el de dorador y el de pintor, en los dorados de la propia iglesia parroquial de Sobradiel e incluso en algunas de sus pinturas, pendientes todavía de un dictamen oficial, lo cual representaría de facto el trato comercial de un Goya con el conde de Sobradiel, Joaquín Cayetano Cavero. Una razón simple para dar pábulo a las comidillas entre la servidumbre de la casa condal de Sobradiel, y posible origen de la especie o rumor sobre el otro Goya: el de las pinturas del palacio zaragozano.
El estado actual de la cuestión
Para concluir, es interesante el recoger parte de la noticia aparecida en la prensa en el año 1999 con motivo de la compra, por Ibercaja, de dos de aquellas pinturas, el San Joaquín y Santa Ana: “La casa de subastas (Dorotheum) mostró las dos obras a una especialista en la obra del pintor aragonés, Juliet Wilson-Bareau. En carta al experto del Dorotheum, Wilson-Bareau dijo haber examinado las obras junto a una experta del Museo del Prado y otro colega, todos los cuales llegaron a la conclusión de que las obras “son con toda probabilidad originales” del genial pintor”.
Vista la noticia, que nada nuevo parece aportar a lo ya sabido y conocido, el tema parecía definitivamente agotado. Sin embargo, a fecha de hoy, quedan todavía por investigar una serie de hechos, entorno a las pinturas, que continúan en la sombra.
En primer lugar, quién fue el personaje o personajes italianos que, por encargo del conde Gabarda, desmontaron y pasaron a lienzo aquellas pinturas, según Blasco Ijazo en el año 1921, que medios utilizaron y en que medida no se alteró su composición, no más fuera por el mal estado de conservación de alguna de ellas en concreto, tal como denunció en su día Del Arco. Cuestión ésta que a los expertos al parecer nunca ha interesado.
En segundo lugar, habría que tratar de establecer definitivamente el itinerario real de las pinturas, particularmente el de las salidas de España en 1932, y el nombre de todos y cada uno de sus poseedores, lo que permitiría reconstruir su peripecia viajera, e incluso las posibles restauraciones que pudieron sufrir en manos de sus dueños, cuestión esta que ya trató de aclarar Morales en 1991, incluyendo incluso los rumores que corrieron en aquel tiempo sobre el destino de algunas de las piezas en concreto.
Por último, y en tercer lugar, sería de agradecer que se hiciera pública la documentación mencionada por la prensa zaragozana en 1999, de existir realmente esta, al afirmarse aquel año que la casa Dorotheum de Viena podía demostrar, a quien se lo solicitara, que poseía, se supone que por escrito, el encargo realizado por el conde Sobradiel a Goya en el año 1772, puesto que no tiene sentido alguno el reservarla como si se tratara de un secreto de estado, supuesta documentación que desafortunadamente tampoco ha salido a la luz con motivo de la última exposición realizada en el año 2006 y menos aún en su Catálogo, como tampoco ha aparecido la supuesta carta de Juliet Wilson-Bareau mencionada en el artículo del Heraldo de Aragón, donde según la noticia Wilson-Bareau daba su veredicto positivo respecto a aquellas pinturas.
En torno al tema anterior, resulta intrigante que en la actualidad el archivo de la propia casa condal, depositado en el Archivo de los condes de Orgaz, en Ávila, recuperado en CD-ROM desde 1997 gracias a la gestión del propio ayuntamiento de Sobradiel con la ayuda de la Diputación Provincial de Zaragoza, no posea entre sus amplios fondos relativos a Zaragoza documentación alguna que demuestre fehacientemente aquellas rotundas afirmaciones de la casa Dorotheum.
El motivo no es menudo, ya que en dicho archivo nunca han tenido noticias de ella salvo de la existencia real y física en él de una vulgar carpeta vacía, rotulada simplemente con el nombre de Goya, de cuyo contenido anterior nadie puede dar fe en la actualidad, cuando es de suponer que, de haber existido anteriormente dicha documentación, ésta debió salir, en primer lugar, del propio archivo condal. Sin olvidar, que Del Arco ya la buscó y no la encontró en 1915.
Siempre se podrá decir que dicha documentación existió y que por tanto pudo perderse en un momento indeterminado. Sin embargo, el archivo condal fue catalogado por primera vez en 1811 mediante un índice que fue ampliado en 1813, en el que se enumeraban 217 legajos, añadiendo una somera descripción de los contenidos, y con la indicación de la página en la que se podía descender en el grado de definición de cada uno de los legajos.
Unos años más tarde, en 1850, se realizó un segundo inventario, bajo el título: Libro Registro para la dirección del Archivo del Excelentísimo Señor Conde de Sobradiel formado por el Doctor José Delgado. Sobre aquel mismo inventario se efectuaron algunas aportaciones, registrándose los documentos incluidos hasta comienzos del siglo XX. El cambio fundamental del inventario realizado por José Delgado en 1850 consistió en clasificar la documentación en secciones, según la integración de las distintas posesiones y ramas familiares.
Con posterioridad a 1940 fue elaborada una relación mecanografiada de los legajos, que fue unida al inventario original de 1850, en la que de una manera muy general e imprecisa se pretendía informar del contenido de los mismos. De esta forma, es muy improbable que de haber existido en su día la controvertida documentación sobre el encargo a Goya no se hubiera reparado en ella, ya fuera en 1813 como en 1850, y particularmente al catalogarse el archivo por secciones en el último inventario, por lo que el tema de la supuesta existencia de la documentación sigue todavía abierto.
Así pues y como conclusión, se puede afirmar, sin menoscabo de las cuestiones artísticas y estilísticas, que mientras no se aclararen de forma conveniente algunas de las cuestiones anteriores no se podrá decir, de manera seria y formal, que el ciclo de las pinturas de Sobradiel está definitivamente concluido.
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NOTAS
(1)ARTÍCULO DE REVISTA: Ricardo del Arco, "Pinturas de Goya (inéditas) en el palacio de los Condes de Sobradiel de Zaragoza", Boletín de la Sociedad Española de Excursiones, XIII, 1915, pp. 124-131.
LIBRO: Goya y el palacio de Sobradiel. Zaragoza, 2007. Catálogo de la exposición que ha tenido lugar en el Museo de Zaragoza, celebrada del 15 de diciembre de 2006 al 4 de febrero de 2007.
R. del Arco, op. cit., p. 124.
ARTÍCULO DE REVISTA: J. L. Morales y Marín, "Datos inéditos y precisiones iconográficas y estilísticas sobre las pinturas que decoraban el oratorio del palacio de Sobradiel en Zaragoza originales de Francisco de Goya", Archivo Español de Arte, nº 249, 1990, p. 60.
R. del Arco, op. cit., p.126.
ARTÍCULO DE PRENSA: Susana C. Miralbes, "Santa Ana y San Joaquín se unen al fondo del futuro museo de Goya", Heraldo de Aragón, 25 de marzo de 1999, p.45.
S. C. Miralbes, art. cit., 25 de marzo de 1999, p. 45.
R. del Arco, op. cit., p.125.
J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 60.
R. del Arco, op. cit., p.125.
J. L. Morales y Marín, op. cit. pp. 59-67.
Según Blasco Ijazo de esta última reforma queda constancia por la inscripción de una piedra del suelo que hay en el gran patio de la entrada. LIBRO: J. Blasco Ijazo, ¡Aquí... Zaragoza!, t. 3º, p.213.
La general aceptación de que las obras de restauración del palacio de los condes de Sobradiel se iniciaron en 1771 está basada en la documentada concesión de un préstamo de 8000 libras j. a Joaquín Cayetano Cavero por parte del Ayuntamiento de Sos del Rey Católico y del Capítulo Eclesiástico de la misma villa el 26 de agosto de 1771, que se transformó en dos censos el 9 de enero de 1772, cada uno de ellos con una renta anual de 120 libras. Sin embargo, el asunto venía muy de lejos, al existir dos cédulas reales previas concediendo permiso al conde de Sobradiel para cargar censos sobre su mayorazgo con motivo de aquellas obras, la primera dada en Aranjuez el 20.VI.1769 que fue confirmada por una segunda expedida en San Ildefonso el 30.VI.1770 (Pedro García de Navascués, Notario, ff. 10r-12r, 1772, Archivo Histórico de Protocolos de Zaragoza). Ello implica que las obras pudieron muy bien iniciarse, tanto en el momento de la aprobación de la primera cédula real, en junio de 1769, como en agosto de 1771, momento en el cual recibe efectivamente el conde de Sobradiel el préstamo. Para ello, basta el suponer que Joaquín Cayetano Cavero debería tener el suficiente crédito personal, avalado por su mayorazgo, como para que se iniciaran las obras de su palacio con independencia del pago efectivo de estas.
R. del Arco, "Pinturas de Goya (inéditas)...", op. cit., p.124.
R. del Arco, "Pinturas de Goya (inéditas)...", op. cit., p.125.
LIBRO: J. Félez Costea, Origen e historia del Colegio Notarial de Zaragoza, (s.n.), Zaragoza, 1974.
R. del Arco, op. cit., pp. 130-131.
ARTÍCULO DE REVISTA: Valentín de Sambricio, "Les peintures de Goya dans la chapelle du Palis des Comtes de Sobradiel à Saragosse", Le Rèveu des Arts, París, 1954, n.4, pp. 215-222.
ARTÍCULO DE REVISTA: Gonzalo M. Borrás Gaulis, "La fecha de construcción de la iglesia parroquial de San Juan Bautista de Remolinos (Zaragoza) en relación con la obra de Goya", Seminario de Arte Aragonés, v. XXXIII, Zaragoza, 1980, pp. 91-93.
J. Blasco Ijazo, op. cit., t. 3, p. 211.
R. del Arco, op. cit., p.131.
LIBRO: J. Gudiol, Goya 1746-1828. Biografía, estudio analítico y Catálogo de sus pinturas, vol. I, Ediciones Polígrafa, Barcelona, 1972, p. 235.
LIBRO: Alberto y Arturo García Carraffa, Enciclopedia Heráldica y Genealógica Hispano Americana, t. XX, Madrid, 1925.
J. Blasco Ijazo, op. cit., t. 3, p. 213, nota grabado, s/n.
J. L. Morales, op. cit., p. 61.
R. del Arco, op. cit., p.127.
ARTÍCULO DE REVISTA: F. J. Sánchez Cantón, "Goya, pintor religioso: Precedentes italianos y franceses", Revista de Ideas Estéticas, t. IV, Madrid, 1946, nº 15-16, dedicados a Goya, pp. 277-306.
ARTÍCULO DE REVISTA: J. Camón Aznar, "Cuadros de Goya en el Museo Lázaro Galdiano", Seminario de Arte Aragonés, IV, Zaragoza, 1952, p. 5 y sigs. J. Milicua, "Anotaciones al Goya joven", Paragone, nº 53, Florencia, 1954, pp.5-28.
ARTÍCULO DE PRENSA: C. Barboza, "Nuevos hallazgos sobre la relación de Goya con la casa de Sobradiel", Heraldo de Aragón, 26 de diciembre de 1993, p. 47.
LIBRO: A. Ansón Navarro, Goya y Aragón, Zaragoza, CAI, Col. Mariano de Pano y Ruata, nº 10, 1995.
Tomás Goya hace constar su profesión de pintor en un documento notarial de fecha 11 de septiembre de 1796, ante el notario Pedro Marraco, Archivo Histórico de Belchite, 1796, f. 50.
LIBRO: J. L. Morales Marín y W. Rincón García, Goya en las colecciones aragonesas, Zaragoza, 1995, pp. 196-197; LIBRO: J. L. Ona González, Goya y su familia en Zaragoza. Nuevas noticias biográficas, Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1997, pp. 125-127.
ARTÍCULO DE PRENSA: "La Dorotheum de Viena subastará dos obras de Francisco de Goya", Heraldo de Aragón, 25 de febrero de 1999, p. 42.
FOLLETO: El Archivo de los Condes de Sobradiel, Imprenta Provincial de Zaragoza, Zaragoza, 1997.
El Archivo..., op, cit., pp. 9-10.
sábado, 6 de febrero de 2010
La Duda de Santo Tomás de Silos y las “señas” de la mano

Antonio Gascón Ricao
Introducción
En las postrimerías del siglo VI, el Papa Gregorio el Grande, más conocido de común como Gregorio Magno, siguiendo la tradición clásica oriental, con indiferencia de las imágenes existentes en los templos o de los textos religiosos escritos e ilustrados de su época, estos últimos accesibles sólo para una pequeña minoría selecta y culta, definió en una única y crucial frase el papel que en el futuro debería jugar el uso masivo del arte en todo tipo de imágenes iconográficas cristinas, al pensar de forma muy acertada que con su uso público y generalizado, de forma práctica y visual, se podría dar con ellas testimonio de la pujante fe cristiana entre la mayoría de la gente normal, en su caso totalmente analfabeta y en muchos casos todavía evidentemente pagana.
Aquel genial pensamiento, con el tiempo y resumida en una simple frase: “Pictura est laicorum literatura”, (La imagen es la escritura de los iletrados), resultó fundamental, ya que la utilización masiva de la imagen en el sentido más amplio, a modo de la publicidad moderna, se convirtió en un medio eficaz de conocimiento, especialmente del conocimiento de los fundamentos más elementales y representativos de la fe cristiana, y por tanto en un instrumento didáctico y de adoctrinamiento de la Iglesia puesto al servicio de la enseñanza de la religión entre las masas más ignorantes, reafirmando así el papel pedagógico y visual de la imagen cristiana frente a las corrientes iconoclastas, ya fueran judías o posteriormente musulmanas.
A todo esto no se debería dejar en el olvido que los cultos religiosos clásicos se ejercieron durante siglos, de forma práctica y pública, mediante el uso de imágenes e ídolos. Por ello deberíamos ponernos en la mentalidad de los primeros cristianos, acostumbrados a aquel entorno, donde se hacía más fácil dirigir los rezos o las plegarias hacia un claro referente visual, y fue precisamente la aceptación por parte de la Iglesia de aquella realidad cotidiana la que hizo más sencilla la expansión del cristianismo, al ofrecer a las masas unos rasgos ambiguos de continuidad, en su caso artísticos, que facilitaron la asimilación en general de la nueva fe, incluidas la fagotización de las grandes fiestas paganas transformadas en grandes festividades religiosas cristianas.
Aquel mismo pensamiento daría lugar a un pujante movimiento cultural, resumido en un gran lenguaje artístico que evolucionado duraría siglos, y en el cual se mezclaron la cultura estilística clásica con la naciente cristiana, amalgama mediante la cual los fieles pudieron por fin “comprender” al ser aquel lenguaje expresivo al modo clásico de representación, pero a su vez con unos toques simbólicos, aspecto éste último ajeno al provenir en su origen de Oriente. Mezcolanza gráfica y visual que resultó determinante en todo el mundo cultural de lengua e influencia latina, al interrelacionarse una cultura clásica greco-romana con una religión de tradición judaica proveniente de Oriente, constituyéndose de esta forma la base sobre la cual se estructurara la futura sociedad occidental.
A grandes rasgos se podría simplificar esta cuestión, según Hernando Sebastián, aludiendo a la teoría tradicional de que el gusto por las formas, por lo visual y lo sensitivo del mundo terrenal se fusionó con una doctrina de valores ultramundanos y espirituales en la que primaba lo divino. De aquella fusión y de los intentos de ambas partes por superponerse y hacer prevalecer sus valores tradicionales surgirá gran parte de la iconografía cristiana, incluida en ella la pagana.
De ahí que de este modo, tras la traumática caída y desaparición del Imperio Romano de Occidente en el siglo V, y con él la tardía aparición del Románico, propio según la opinión de Gombrich de una Iglesia militante, pero de hecho su legal sucesor en todo lo que hacía a las formas clásicas orientales de representación, proliferaran en el cristianismo todo tipo de escenas bíblicas, tanto en la pintura como en la escultura religiosa, fundamentadas de forma básica en el Antiguo Testamento o en el Apocalipsis de San Juan, cargadas muchas de ellas de simbolismos de todo tipo o género, pero en todo caso perceptibles a cualquier ojo medianamente observador y avisado.
Si todo ello se hizo posible fue gracias al haberse establecido, de forma tácita, una serie de pautas interpretativas, aunque pautas no escritas y por tanto sujetas a los más diversos y variados factores, tales como el peso específico de determinadas escuelas artísticas, a la influencia de los propios maestros pintores y escultores del momento, y en función de que éstos fueran medianamente ilustrados o no, o al ámbito geográfico en el cual se desenvolvieron, faltando por tanto una regla general y única de interpretación. Circunstancias que de por sí darían una explicación lógica a los variados y múltiples motivos artísticos y visuales de los cuales se sirvieron, a modo de recurso estilístico, para poder representar o “nombrar” con ellos a un mismo personaje.
Pautas o símbolos religiosos pensados en el fondo como una forma más de hacer proselitismo masivo de la verdadera fe cristina y en su caso accesibles a todo tipo de gentes ya fueran ilustradas o analfabetas, pero vista desde fuera del habitual lenguaje verbal propiciado por el uso y abuso de los púlpitos y sus soporíferos sermones, adobados con incienso y letanías o con cánticos religiosos, unas de cuyas pautas pasó precisamente, al estilo clásico romano, por el uso de unas “manos expresivas” y “significantes”, cuyos gestos puntuales de dedos permitían reconocer a los pobres e ignorantes peregrinos, de conocerlos, los personajes representados en aquellas abigarradas y espeluznantes composiciones artísticas y religiosas, sin descartar el uso en ellas de determinados colores por otra parte también significantes.
La duda de Santo Tomás
Hecho preciso y puntual, el del uso de unas manos “significativas”, que hoy se puede apreciar con todo lujo de detalle en un relieve realizado en piedra que se conserva en el claustro del monasterio de Santo Domingo de Silos en Burgos, denominado La duda de Santo Tomás. Obra anónima del siglo XI, donde salvo dos excepciones, cada apóstol ha sido representado realizando con su mano y de forma muy visible al ojo humano, utilizando en unos casos la derecha y en otros la izquierda y según el personaje, una postura diferencial y distinta, tanto en lo que hace a la posición concreta de la mano como a la forma o configuración de determinados dedos de dicha mano, con indiferencia de que en su nimbo superior figure visible y grabado en la piedra su nombre latino concreto, y por tanto cumpliendo una doble función: la visual y la escrita.
Grabados con escritos o con manos puntuales que en su día y en el caso particular de Silos debieron permitir a los peregrinos el reconocimiento concreto de aquellos personajes, en su caso los apóstoles, tanto por parte de la gente culta e ilustrada como por la no ilustrada, esto último gracias a las formas adoptadas por los dedos de sus manos respectivas y que los hacía únicos e individuales, a las cuales se unían en dos casos concretos otro tipo de símbolos conformados por elementos físicos que con el tiempo seguirán perviviendo aunque modificados, es de suponer que con un gran menoscabo de su primitivo simbolismo incluido el esotérico.
Hecho puntual, el de aquellas manos significativas de Silos que sigue pendiente de una explicación lógica y racional, puesto que aquella representación tan particular, en el plano general y estilístico, y en el caso de aquellos personajes concretos, se atribuye al buen tuntún a una supuesta lectura interpretativa de los textos bíblicos, realizada de manera hipotética y en su momento por parte de sus anónimos artistas creadores, pero sin citarse ni destacar en su justa medida que las “manos” de aquellos apóstoles adoptan posiciones totalmente diferenciadas. Una explicación general en su caso harto discutible tal como veremos, al no estar basada en fuentes escritas o documentales sino en puras y duras suposiciones artísticas o estilísticas.
Un ejemplo de ello está en la explicación simple que se acostumbra a dar a aquellas “manos” en el caso concreto de San Pablo, personaje situado en tercera posición del grabado, de contar por la izquierda la fila inferior, afirmando que el gesto de su mano derecha quiere representar la evidente “sorpresa” del personaje ante el portentoso y crucial milagro distintivo del Cristianismo: la Resurrección de Cristo. Afirmación discutible cuando el gesto general de sorpresa podría haberse representando, por ejemplo, de forma mímica, con la mano elevada y con todos los dedos totalmente abiertos y separados, al estilo de la clásica y manida representación de las manos de los pastores recibiendo la noticia del Nacimiento de Jesús, cosa que no sucede en su caso.
Interpretación aquella, que de ser así, podría significar, es un suponer, que no fue únicamente Tomás el que dudó y mucho de la Resurrección de Cristo sino también el propio San Pablo de indicar con su mano “sorpresa” ante el cumplimiento de la profecía de la Resurrección. Hecho o historia de aquella supuesta “sorpresa” de San Pablo que no consta en ningún texto de los denominados canónicos. Mano la suya, por otra parte apoyada sobre el centro del pecho, pero “gesto” o “seña” que resulta totalmente irrealizable en el plano físico y humano, y por tanto curiosamente irreal, a diferencia de las posiciones de las manos adoptadas en el caso concreto de casi todos los otros apóstoles restantes, puesto que son, de forma física, fácilmente realizables.
Cuestiones generales
Por otra parte, de tratar de ponernos, de forma totalmente hipotética, en la mente del autor o de los autores de aquel grabado, la primera cuestión que se nos plantea es el por qué aquella escena está realizada en vertical y con los personajes alineados por filas, dando a entender de esta forma que éstos se encuentran subidos a unos banquillos. Recurso estilístico que hace creer al espectador, de forma inconsciente, que aquellos personajes visualizan mejor y de esta manera la escena propuesta, puesto que todas sus miradas, con la única excepción de Mateo, con la vista en horizontal y fuera del marco, se dirigen en directo a las figuras de Jesús y Tomás, de hecho los principales protagonistas, cuando la solución más racional y lógica hubiera sido esculpir la escena en horizontal o lineal, al estilo clásico, lo que hubiera permitido situar a todos aquellos personajes en un plano jerárquico, incluido el visual de los propios apóstoles.
Otra cuestión es la posición exacta que ocupan en dicha escena ambos protagonistas principales, relegados de hecho a una esquina inferior del grabado, y en concreto corridos hacia la izquierda del espectador, aunque resaltado Jesús gracias a su mayor tamaño, pero quedando de este modo perfectamente centrado, resaltado y más próximo a la escena principal justamente el personaje de San Pablo, casi como un eje, cuya presencia en aquella historia resulta a todas luces irreal, puesto que no la presenció, salvo que su presencia en ella se justifique, en el plano simbólico que no en el real, que con él se trató de representa el manido y simbólico número 12, al faltar por lógica la figura del traidor Judas Iscariote.
Posición privilegiada en el caso de Pablo de la que cabe inferir el interés particular puesto por el autor o autores de aquel grabado en remarcar el papel fundamental de Pablo dentro del capítulo de los apóstoles o de la propia doctrina cristiana, situado por tanto a la derecha de Jesús en la visual de la imagen, y a su vez el secundario de San Pedro, situado en su caso a la derecha pero de San Pablo.
La siguiente cuestión que se plantea, dada la solución artística adoptada al final por su autor o autores de situar a los apóstoles en tres filas perfectamente diferenciadas, es de qué modo se pensó aquella solución a la hora de tener que asignar un puesto concreto en la escena a cada uno de ellos, que en principio, era de suponer debería haber estado en función, por ejemplo, de su posterior protagonismo personal.
Así, de izquierda a derecha y de arriba abajo, nos encontramos respectivamente con Mateo, Judas, Simón y Bartolomé en la primera hilada, a Juan, Santiago el Mayor, Felipe y Santiago el Menor en la segunda, y a Tomás, Pablo, Pedro y Andrés en la tercera.
Un hecho en sí que por otra parte parece apuntar a que el autor o autores del grabado no siguieron en su caso la lista nominal dada de los apóstoles y que aparece en Hechos 1.13. Orden de relación en Hechos de los apóstoles donde el cronista los agrupa formando parejas, con la única excepción en el caso de Judas (Tadeo), desaparejado al haberse suicidado antes el traidor Judas Iscariote: “Pedro y Juan, Santiago (el Mayor) y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago (el Menor) hijo de Alfeo y Simón el Zelota, y Judas (Tadeo) hermano de Santiago”.
Visto que al parecer no se usó un texto bíblico concreto en el sentido más purista, a la hora de tener que posicionar a los personajes, y en algunos casos tampoco el propio y lógico orden de jerarquía, el ejemplo está en el caso concreto de Mateo el evangelista, postergado en apariencia a la línea superior y el primero por la izquierda, la única pista sobre la asignación de aquellas posiciones concretas podría estar, es una vulgar suposición, en los propios y manifiestos parentescos familiares como es el caso de la pareja formada, en la primera fila superior, por Judas y Simón, según los indicios primos, en la segunda fila, la formada por Juan y Santiago el Mayor, hermanos, y en la tercera la constituida por Pedro y Andrés, también hermanos.
Otras cuestiones generales a destacar son, primera, el detalle que Judas Tadeo, Simón, Bartolomé, Santiago el Mayor, Felipe, Santiago el Menor y Andrés, portan en sus manos, en unos casos en la izquierda y en otros la derecha, lo que parece ser una tabula o tablilla de escribir en uso durante la época de Roma, de posible simbología que indicaría la famosa “tabula rasa” latina (tabla rasa), indicando así que habían “renacido” con la mente vacía, sin cualidades innatas, pero que a base del aprendizaje y a través de sus experiencias y sus percepciones sensoriales al final habían alcanzado el “conocimiento”, se supone que con la inestimable ayuda del Espíritu Santo, intervención que tal como veremos se adivina en un clarísimo detalle en Tomás. La excepción es Santiago el Mayor, cuyo índice derecho reposa en la tabula, posible indicación de que éste no partía de cero, o que ya empezaba a estar “iniciado” en el conocimiento.
Segunda, Pablo, que es representado como un personaje alopécico o calvo con graves arrugas en su frente, que supuestamente pueden indicar tanto duda como madurez intelectual, representación gráfica concreta aquella que se repetirá en el gótico, porta en su mano izquierda una cartela o pergamino desplegado y con evidentes signos escritos con visos de ser jeroglíficos, simbología que se repetirá con el gótico sustituida por un libro “abierto”, posible recordatorio de sus divergencias ideológicas con Pedro. Tercera, Pedro es representado en aquella época tan temprana con una única llave en posición elevada y sujeta con su mano izquierda, clara alusión a su papel de guardián del Cielo, cuestión que tanto en el caso de Pablo como el de Pedro ya apunta al uso primerizo de símbolos representativos personales y en sus casos definidos.
Salidos del plano simbólico y representativo de ciertos objetos concretos, y entrando en el capítulo de las aparentes anomalías de aquel grabado, cabe destacar que los dos evangelistas, Mateo y Juan, no portan ningún símbolo físico en sus manos que los caracterice o diferencie del resto, a la inversa de siete de sus compañeros que exhiben en sus manos unas tablillas de escribir, posible indicación de que éstos ya poseían el necesario “conocimiento” a diferencia de sus compañeros, detalle que también se echa a faltar en Tomás, con sus dos manos ocupadas, una en una posible “seña” y la otra pendiente de la herida en el costado de Jesús.
Otra aparente anomalía se da en Tomás, ya que la parte posterior del bajo de su túnica, de visos más griegos que romanos, se desplaza ostensiblemente a la izquierda y hacia atrás indicando tal vez movimiento, al igual que sus pies, uno más adelantado que el otro, o el hecho físico de la existencia de algún tipo de corriente de aire procedente en su caso de Jesús, que en su caso podría simbolizar, es muy posible, la presencia incorpórea e invisible del Espíritu Santo.
La siguiente es la extraña postura adoptada por la figura de Jesús, en particular en la parte superior derecha del cuerpo, la izquierda en el caso del espectador, con su brazo inhiesto y elevado, pero rígido y paralizado y con los dedos de la mano unidos y la cabeza visiblemente caída y ladeada a la izquierda de la imagen, postura más propia del momento de la muerte o del Descendimiento que al de su gloriosa Resurrección. Representación que recuerda, dada su gran similitud o semblanza, a otra imagen esculpida de Silos, el Descendimiento, de evidente factura más primitiva y donde Jesús es representado justamente en aquella misma postura, pero con los dos pies perfectamente separados, y como si estos hubieran sido clavados por separado.
Otro detalle a resaltar en la propia figura del Jesús de Silos, y una prueba más de que su autor o autores no siguieron al pie de la letra los textos bíblicos, sino que interpretaron por libre la historia, es que no se aprecia, de forma harto extraña, ni el más mínimo rastro, en sus manos o en sus pies, de las duras y sangrantes heridas infligidas por los clavos en su crucifixión. Heridas que según el evangelio de San Juan, Tomás palpó primero, y antes por tanto de poner al final su dedo en el costado derecho de Jesús.
Pero el hecho más sorprendente se da en los casos de Pablo, Pedro o Andrés, y en menor medida en el de Felipe, en los tres primeros con sus pies descalzos y en actitud evidente de bailar o “danzar”, “girando” velozmente sus cuerpos hacia la izquierda de la escena, tal como se puede apreciar por las posturas forzadas de sus propias piernas, mientras que en el caso de Felipe se intuye en la posición forzada de su pierna derecha, o por la posición antinatural de los propios pies en el caso de los tres primeros, que salvo mejor explicación indicaría que aquellos “bailan” físicamente en el momento mismo de producirse la escena.
Baile que recuerda, por su aparente giro circular, al de los posteriores derviches turcos más conocidos Derviches Giróvagos o Derviches Giradores pertenecientes a la secta sufi fundada en el siglo XIII por el poeta Jalal al-Din Muhammad Rumi, cuyas oraciones se manifiestan, entre otras cosas, mediante bailes o danzas sagradas con la intención de provocan el éxtasis místico. Pero hecho, el de “danzar” como medio con el cual poder provocar el éxtasis místico, que en el caso de los apóstoles no consta como tal en ningún texto cristiano. Detalle, que de ser así, desmonta una vez más la actual teoría artística de que el autor o autores anónimos habían echado mano de los textos bíblicos clásicos a la hora de tener que elaborar aquella composición concreta, o su posible pertenencia, es una hipótesis, a una etnia muy concreta, la cual practicaba y practica métodos similares: la judía.
Las “manos” de Silos y la herencia de Beda el Venerable
De intentar dar una explicación lógica y racional a la existencia de aquellas “manos” de Silos, sin duda alguna hay que recurrir por defecto al monje inglés Beda el Venerable (672-735) que en el siglo VII, y sin recordar, de forma harto curiosa, el viejo sistema galés ogámico, la lengua de Ogam, en su aspecto y uso dactilológico y simbólico, que pervivió hasta el siglo V, y por tanto más cercano geográficamente a su entorno, describió en su De Loquela per Gestum Digitorum un código manual en principio de expresión numérica, según él, muy difundido en la antigüedad clásica, pero en desuso en nuestro ámbito próximo desde la caída del Imperio Romano de Occidente en siglo V, aunque vivo aún, en aquella época, entre la cristiandad oriental y en las tierras paganas orientales.
Pero en realidad, y peor para las leyendas, no fue precisamente Beda el primero en descubrir el uso de aquel código, puesto que unos siglos antes ya habían comentado su uso y utilización, aunque no tan en extenso, desde el griego Plutarco en sus Apotegmas o sentencias breves, hasta los latinos Plinio en su Historia natural, Quintiliano en su Institución oratoria, Juvenal en sus Sátiras, Apuleyo en su Apología o ya más tardíamente Macrobio en sus Saturnalis, todos ellos sorprendidos por la facilidad de poder expresar mediante diferentes posturas de los dedos de ambas manos el paso inexorable del tiempo, su cálculo o su razón.
Sistema numérico por tanto pensado en principio para el cálculo del Tiempo y a su vez para poder “contar” en su sentido más simple y terrenal, pero que en el siglo IV, y según el parecer de San Jerónimo, también se utilizaba a modo de lenguaje totalmente simbólico, sistema sobre del cual no tenemos más que pista que la suya en sus Cartas al decir que: “El número treinta hace referencia a las bodas, como lo da a entender la figura misma de los dedos que se unen y abrazan como un suave ósculo, representando al marido y la mujer. El setenta, en cambio, simboliza a las viudas, afectadas por la angustia y la tribulación, como lo indica la depresión del dedo inferior por el superior”.
Sin embargo, y según Beda, aquel mismo sistema digital numérico tenía una doble función general que permitía a su vez la posibilidad de poder sustituir el valor numeral de sus símbolos por valores totalmente alfabéticos, pero siempre de acuerdo con el mismo orden que ocupaban las letras en el alfabeto latino. De esta manera, por ejemplo, con el número uno podía representar la “a”, el dos la “b” y así sucesivamente.
El sistema era simple, la primera secuencia se ejecutaba flexionando primero, de manera sucesiva, y sobre la palma de la mano izquierda los dedos meñique, anular y corazón de esta, y posteriormente de forma combinatoria hasta simbolizar el número 9, que equivalía a la “i” permaneciendo mientras el pulgar e índice de la misma mano extendidos. En la segunda secuencia, y tras figurar con los dedos pulgar e índice el símbolo particular de la primera decena, que evocaba el 10, y que consistía en apoyar la yema del índice sobre la segunda coyuntura del pulgar, dichos dedos quedaban fijos, ejecutándose con el resto las mismas posturas de la primera secuencia. Lo que equivalía a expresar 10 más 1, 10 más 2, etc., hasta la letra 19, igual a la letra “t”, momento en el cual, tras ejecutar el símbolo correspondiente a la segunda decena, y fijando este, se volvía a seguir la pauta de la primera serie así hasta la letra 23, la “z”, sistema que al parecer también tenía otra versión distinta de creer a otros autores como Juan Noviomagi autor de un escolio al capítulo de Beda.
Idéntico sistema se podía aplicar al alfabeto griego, pero existía una diferencia fundamental con el alfabeto latino, que residía en que a partir de la letra número diez del alfabeto griego, la “iota”, que se simbolizaba con la primera decena, las siguientes letras se representaban directamente, a gran diferencia del latino, con los símbolos correspondientes a las decenas latinas, pasándose así en la letra 19 a figurar con las centenas, lo que equivalía, de seguir el sistema latino, que en esta última serie se pasaba a realizar con la mano derecha y hasta un total de 27 letras.
Sin embargo, con indiferencia de las semejanzas o no de ambos sistemas, probablemente más antiguo el griego que el latino, y aunque Plinio en su Historia natural atribuya el invento al dios Jano, el hecho de que ambos sistemas se iniciaran sobre la mano izquierda, y por su dedo meñique, implica que el desarrollo de ambos sistemas partía inicialmente de derecha a izquierda, a la inversa de las escrituras occidentales, e irrealizable con la mano derecha, puesto que de partir de su dedo meñique el sistema se invertiría. Esta simple constatación podría apuntar al posible origen semítico del sistema, y por lo tanto sería mucho más antiguo, tal como algún autor clásico en su época ya sugería, opinión que compartió en cierto modo y en el siglo XVI el italiano Pierio Valeriano.
Por otra parte, cabe remarcar una particular singularidad que se puede constatar en las más tardías representaciones gráficas de Beda, en especial las impresas del siglo XVI, momento en el cual, en apariencia, se cayó en un flagrante error en lo concerniente a la reproducción de sus figuras, salvo que dicho error pase, sin entrar en detalle en la paleografía de la seña simbólica, porque en aquella época, y de forma práctica, las letras se ejecutaban tal cual figuran en aquellos grabados.
La anomalía reside en que las clásicas indigitaciones de Beda, en aquel siglo XVI, aparecen impresas, no en su primitiva versión latina, sino a medio camino entre el sistema de uso para el alfabeto el latino y la versión griega. Hecho que debería significar, en cierta manera, la amalgama de ambos sistemas. Así, venía a resultar que las nueve primeras letras latinas minúsculas se figuraban idénticas con la mano izquierda, según el primitivo método latino, pasándose a representar la segunda secuencia alfabética con las “decenas”, pero al estilo griego y con la misma mano.
De la misma forma que para simbolizar las letras mayúsculas latinas, ejecutadas con la mano derecha, se volvía a utilizar el sistema griego, o sea el de las representaciones de las “centenas” y los “miles”, lo que da un total de solo 18 letras, tanto mayúsculas como minúsculas. Todo ello sin que ningún autor de la época explique, ni poco ni mucho, a que se debía tan espectacular modificación del sistema.
Pero lo más sorprendente es que incluso se produjeron importantes mutaciones en las formas de las posiciones dactilológicas que representaban a los números 20, 40, 200 y 400, lo que significaba otra importante alteración. Dicha anomalía se podría explicar sobre la base de una serie de factores determinantes, como son la velocidad de ejecución o el estilo peculiar de ejecutar la seña, y que falta esta de una confrontación con las señas previamente fijadas en un soporte material, en su caso un grabado, pudieron fácilmente dar lugar a una transformación progresiva, tanto más perceptible cuanto más distara en el tiempo de su modelo primitivo. Cúmulo de circunstancias que vendrían a indicar de manera directa un largo y continuado uso del sistema aunque no conste en fuentes escritas.
Sin embargo, dicha explicación no sirve en cuanto hace a las formas tan singulares que se habían adoptado para representar concretamente las figuras dactilológicas correspondientes a los números 40 y 400, ya que dichas figuras evocan, de manera sorpresiva, y sin una gran dificultad en el reconocimiento, la forma física del número "4", pero en su versión gráfica “arábiga” en el caso de Valeriano de compararlo con la versión de Aventino.
De esta manera, y de aceptar que fue en el siglo XVI cuando se pudieron popularizar en Europa dichos símbolos numéricos, indicaría que cuando mucho estas dos alteraciones concretas fueron realizadas, no largo tiempo atrás como era en principio de suponer, sino entre finales del siglo XV y mediados del siguiente, y por tanto eran casi contemporáneas.
Manos iconográficas
Pero a la fuerza tuvo que existir también otra tradición alfanumérica distinta -y necesariamente anterior- que procedía al revés, asignando un valor alfabético a distintas señas numerales, y no conforme a la posición de las letras en el alfabeto sino a la semejanza formal de tales señas naturales con los caracteres de la escritura uncial, que substituyó en los manuscritos a la escritura capital romana y que estuvo en pleno uso entre los siglos IV y VII, y, por tanto, en tiempos de Beda.
Es la tradición que recoge, entre otros, Juan Aventino (1477-1534), aunque las toscas ilustraciones, de su Abacus (1532), se nos presenten siempre erróneamente como una mera y formal representación del primitivo sistema Beda, cuando en realidad ya es un híbrido a medio camino de todo. La misma tradición, sin duda, que debieron de tener muy en cuenta los pintores y tallistas del Románico cuando, al representar a Jesús niño, como en Santa María de Taüll (Lleida), o al Cristo majestad, de Sant Miquel d´Engoslasters (Andorra), dan a su mano derecha, la llamada Dextera Domini, que es la asociada simbólicamente con la rectitud o el poder del Padre, una configuración en que lo decisivo no es que corresponda a la del numeral “ocho” de Beda, que denotaría una “h” (o a la del “ocho mil”), sino que imite, como muestra Aventino, la grafía de la letra “i” uncial, letra inicial del nombre latino de Iesus. O hilando más fino a una posible “b” inicial de bendecir.
Motivo iconográfico simbólico que se va ha repetir en los más variados terrenos, desde la heráldica medieval, en que aparece como “mano jurando” y “mano de justicia” -un bastón cuyo extremo superior lleva una mano jurando en oro-, al de las marcas del papel en vigor en el sur de Francia entre los siglos XIV y XVII, de ahí la expresión de “papel verjurado”, porque en él “se ve el juro” o marca al agua del fabricante del mismo. Motivos todos ellos simbólicos que parece confirmar, al menos con más claridad los primeros, de que las formulas de Iuro y Iustitia debieron representarse bajo aquella forma simbólica, puesto que evocaban la forma gráfica de su letra inicial, en su caso la “i”.
De la misma época, y dentro también de la pintura románica catalana, resultan habituales las representaciones de San Pablo que expone la palma de su mano derecha al frente unidos sus cinco dedos, que justamente representan en el pseudo Beda del Abacus de Aventino el “40”, y que conforman de manera harto expresiva la “p”, pero en carácter uncial.
Postura o seña digital que, según el código numérico-alfabético de origen romano y denunciado en el siglo VII por Beda el Venerable, venía a indicar al espectador, de forma visual, la forma gráfica de la letra “P” inicial de su nombre pero en caracteres unciales y por tanto minúsculos, al flexionar el pulgar levemente sobre el índice, conformando de este modo aquella letra concreta, pero invertida y con la mano cambiada, puesto que en su forma original se representaba con la mano izquierda, y que en numérico indica el número 40, y por tanto muy similar por no decir idéntica a la “mano” o a la “seña” individual de San Pablo que aparece en Silos.
Por otra parte habría que recordar aquí que el primitivo código manual de Beda el Venerable, dado a conocer en el siglo VII, y en cuanto hace a sus representaciones gráficas impresas más conocidas en el siglo XVI, como son los casos concretos de Aventino y su Abacus y la Hierioglyphica Aegiptorum de Pierio Valeriano, donde se puede observar que a pesar de ser ambas obras contemporáneas algunas de sus formas concretas ya son muy discrepantes entre sí.
Prueba circunstancial de que su uso había continuado en vigor desde el siglo VII y hasta aquel momento, sin perder de vista que con la aparición de la imprenta en el siglo XV se debió intentar adaptarlo a los nuevos tipos o modelos de escritura impresa, que primero fue masivamente gótica y finalmente cursiva a los principios del siglo XVI, aunque se desconozca a que campo concreto y práctico estaba dirigido.
El enigma de Silos: conclusiones
Alguien podría pensar en un momento determinado, que aquellas “manos” iconográficas de Silos pudieron haber sido fruto en piedra del llamado “lenguaje de señas” o de “signos conventuales”, una de las prácticas comunes de la observancia claustral de origen cluniacense que se remonta por lo menos a los tiempos de San Odón (872-942?) y que cada orden estableció a su forma y manera, pero en todos los casos distinta a la de sus homólogos.
Sin embargo, y teniendo en cuenta que Silos era una abadía benedictina, y por lo mismo sujeta en cuanto al tema de señas conventuales a un sistema propio y común, de tomar el Liber signorum o Libro de señales en sus dos versiones, en castellano y en latín, viene a resultar que dentro del primer capítulo dedicado en exclusiva a las Señales de Dios y de otros Santos los únicos personajes individuales que poseen seña propia y particular son la Virgen María, San Juan Bautista, en su caso con otras tres aplicaciones más terrenales como son “Árboles”, “Ramos” y “Huerta”, San Benito, San Facundo y nadie más. Hecho del cual se puede sacar la conclusión simple que aquellas “manos” no se originaron precisamente partiendo de las señas conventuales benedictinas sino de otro sistema de concepción distinta.
De ahí que con toda probabilidad nos encontremos en el caso de Silos, y de aquellas “manos” en concreto, ante un posible ejemplo de aquella misma y posterior transición general vista antes y durante su periodo más primitivo, al ser en tres o cuatro siglos anterior a la aparición de la imprenta, y cuando todavía en aquella época para escribir, por ejemplo, se seguía utilizando indistintamente y casi de común la letra capital o la uncial romana, que a posteriori se transformó de forma casi masiva en gótica con el uso generalizado de la imprenta.
Cambios aquellos generales que corrieron en paralelo, y con la aparición de la propia imprenta, o con el regreso al Humanismo y sus formas clásicas, tanto en todo lo que hizo a los tipos o modelos de letra de imprenta, la escritura manual en todas sus distintas variantes, como en las propias señas manuales en general y con las más variadas propuestas, incluida la de Cosme Rossellio que en su Thesaurus artificiosae memoriae (Venecia, 1579) reprodujo 52 dibujos diferentes de manos, mediante las cuales quería representar, de forma ya casi figurativa, las diferentes letras del alfabeto latino, siguiendo por tanto el modelo prestado por la imprenta.
Pero señas que en el caso concreto de Beda y ya en siglo XVI serían el origen primero del llamado “alfabeto manual español” que hoy en día siguen utilizando las personas sordas, gracias a la gran difusión por Europa de la obra del aragonés Juan de Pablo Bonet Reducción de las letras. Arte para enseñar a ablar los mudos, Madrid, 1620.
Tal vez por ello, las manos de Silos están en apariencia “cambiadas” en todo lo que hace a su puntual expresión de posición y en su vertiente alfabética, en principio y en términos muy generales y básicos, mano izquierda para las minúsculas y mano derecha para las mayúsculas de seguir a Beda, y por tanto en total discrepancia con su composición o su desarrollo original propuesto por él en el siglo VII, aunque de forma muy simplista dada las opiniones o los comentarios que se aprecian en otros autores anteriores clásicos.
Es por ello que no podemos descartar a priori el uso por parte de aquel autor o autores del grabado de Silos del hasta hoy un nuevo y desconocido alfabeto manual o digital, expuesto a la vista de todo el mundo en aquel grabado a modo de propuesta formal y pública, al ser en todos los casos posturas totalmente individuales, o a la inversa, dado su propio secretismo o nuestra propia incapacidad para resolverlo, un “alfabeto” digital pensado con carácter totalmente simbólico y encaminado únicamente a identificar a nivel individual a los doce apóstoles, cara a los peregrinos y sin descartar su uso entre los propios monjes iletrados del convento, pero propuesta que a la vista de su nula influencia posterior muy posiblemente resultó un esfuerzo baldío incluso en el propio Silos, salvo que sus huellas estén hoy perdidas dados los muchos avatares sufridos por aquel monasterio.
Ejemplo de seguimiento de Beda, en su concepción más generalísta, que se da en siete de los casos de Silos con uso de la mano derecha, se debería suponer letras iniciales mayúsculas, como son los casos de Mateo y Juan, los evangelistas, Santiago el Mayor, Felipe, Pablo, Pedro y Andrés, de hecho lo más conocidos o con más advocaciones posteriores, o en tres más con la izquierda, en apariencia minúsculas, en los casos de Judas Tadeo, Simón y Santiago el Menor, de hecho “menores”, quedando exento de una “seña” concreta Bartolomé, uno de los más oscuros apóstoles por no decir el más oscuro, o Tomás con una “seña” dudosa posiblemente simbolizada en una cercenada y casi perdida mano izquierda.
Indicios que al final y para desgracia nuestra no nos llevan a la nada o a ningún sitio, lo reconocemos, al no tener en apariencia sentido significativo alfabético alguno casi todas las “señas” de manos restantes, puesto que salvo en el caso concreto de Pablo el resto de las “señas” digitales o dactilológicas, al estar basadas en el uso de los cinco dedos de la mano, carecen de significante o de interpretación de aplicar como norma o plantilla para su descifrado el código alfabético de Beda en su versión latina, salvo que en algunos casos el autor o autores hicieran servir los apodos o los nombres tanto en griego como en arameo de los apóstoles, es un suponer, que en el caso por ejemplo de Simón, más conocido y rebautizado como Pedro, en arameo “Cefas”, que se podría simbolizar por tanto formando sus dedos la letra inicial “c” minúscula pero ejecutada en Silos con la mano derecha, o en el de Andrés, con una dudosa “a” minúscula y representada también con la derecha.
Hecho anterior al que habría que unir el otro doble simbolismo que aparece en Silos: el del uso de objetos muy determinados en los casos concretos de Pablo y Pedro, con significado simbólico totalmente personal e individual que después se repetirán, aunque hecho que no se dio en el resto, ya que en los otros casos, concretamente en siete, en Silos se utilizó como símbolo común una tablilla para escribir, pero cambiada de mano según el caso, apreciación que parece devolvernos de nuevo a un periodo oscuro de transición en cuanto hace a la simbología de objetos concretos particularizados e individuales.
Detalle simbólico último que caracterizará a toda la posterior iconografía religiosa gótica, y donde primará más el uso de los objetos concretos muy “comprensivos” en el caso de la mayoría de los personajes religiosos más conocidos, tales como libros, tanto abiertos como cerrados, llaves, espadas, cruces aspadas, o instrumentos varios del martirio, cuestión que en un momento determinado debió dar al traste con el uso anterior de las clásicas manos con letras “significativas”, que cuando menos pervivió dos siglos y no en todos los casos. Pero hecho que todavía no se había dado en Silos al conjugarse en aquel grabado ambos sistemas visuales: las manos y los objetos significantes, y en el caso del último, al parecer, todavía en mantillas.
ANEXOS
Anexo I
Por Grupos, Signos, y general de objetos, de arriba a abajo y de izquierda a derecha
Fila 1
Mateo Evangelista
Signo: Mano derecha (Ma), índice hacia el cuello.
Objeto: Exento.
Judas Tadeo
Signo: Mano izquierda (mi), palma mano plana, pulgar en horizontal.
Objeto: Tabula, en la izquierda.
Simón
Signo: Mano izquierda (mi), índice y medio hacia arriba y hacia el hombro.
Objeto: Tabula, en la izquierda.
Bartolomé
Signo: Exento.
Objeto: Tabula, en la derecha.
Fila 2
Juan Evangelista
Signo: Mano derecha (Ma), pulgar e índice elevados al centro del cuello.
Objeto: Exento.
Santiago el Mayor
Signo: Mano derecha (Ma), índice o medio elevado.
Objeto: Tabula “señalada”, en la izquierda.
Felipe
Signo: Mano derecha (Ma), índice elevado a hombro.
Objeto: Tabula, en la izquierda.
Santiago el Menor
Signo: Mano izquierda (mi), palma plana, hacia el hombro izquierdo.
Objeto: Tabula, en la derecha.
Fila 3
Tomás
Signo: Mano izquierda (mi), palma mano plana ?.
Objeto: Exento.
Pablo
Signo: Mano derecha (Ma), palma mano plana al frente, centro del pecho.
Objeto: Cartela, en la izquierda.
Pedro
Signo: Mano derecha (Ma), palma mano plana, pulgar e índice elevados, resto replegados.
Objeto: Llave, en la izquierda. Sin capa.
Andrés
Signo: Mano derecha (Ma), pulgar inclinado, índice y medio elevados, anular replegado, auricular replegado.
Objeto: Tabula, en la izquierda.
Anexo II
Por signos, general
Fila 1
Mateo: (Ma), índice hacia el cuello.
Judas: (mi), palma mano plana, pulgar en horizontal.
Simón: (mi), índice y medio hacia arriba y hacia el hombro.
Bartolomé: Exento.
Fila 2
Juan: (Ma), pulgar e índice elevados, en dirección al centro del cuello.
Santiago el Mayor: (Ma), índice o medio elevado, señalado tabula.
Felipe: (Ma), índice elevado a hombro.
Santiago el Menor: (mi), palma plana, hacia el hombro izquierdo.
Fila 3
Tomás: (mi), palma mano plana ?.
Pablo: (Ma), palma mano plana al frente, centro del pecho.
Pedro: (Ma), palma mano plana, pulgar e índice elevados, resto replegados.
Andrés: (Ma), pulgar inclinado, índice y medio elevados, anular replegado, auricular replegado.
Anexo III
Por manos
Mano derecha
Mateo: Índice hacia el cuello.
Juan: Pulgar e índice elevados, en dirección al centro del cuello.
Santiago el Mayor: Índice o medio elevado, señalado tabula.
Felipe: Índice elevado a hombro.
Pablo: Palma mano plana al frente, hacia el centro del pecho.
Pedro: Palma mano plana, pulgar e índice elevados, resto replegados.
Andrés: Pulgar inclinado, índice y medio elevados, anular replegado, auricular replegado.
Mano izquierda
Judas: Palma mano plana, pulgar en horizontal.
Simón: Índice y medio hacia arriba y hacia el hombro.
Santiago el Menor: Palma plana, hacia el hombro izquierdo.
Dudoso:
Tomás: Mano izquierda (mi), palma mano plana, inclinada hacia arriba ?
Exento:
Bartolomé
Anexo IV
Por filas y grupos, de arriba abajo, de derecha a izquierda, Signo derecha
Fila 1
Mateo: Índice hacia el cuello.
Fila 2
Juan: Pulgar e índice elevados, en dirección al centro del cuello.
Santiago el Mayor: Índice o medio elevado, señalando tabula.
Felipe: Índice elevado a hombro.
Fila 3
Pablo: Palma mano plana al frente, hacia el centro del pecho.
Pedro: Palma mano plana, pulgar e índice elevados, resto replegados.
Andrés: Pulgar inclinado, índice y medio elevados, anular replegado, auricular replegado.
Por filas y grupos, de arriba abajo, izquierda a derecha, Signo izquierda
Fila 1
Judas: Palma mano plana, pulgar en horizontal.
Simón: Índice y medio hacia arriba y hacia el hombro.
Fila 2
Santiago el Menor: Palma plana, sobre el hombro.
Anexo V
Tabulas
Derecha Izquierda Sin tabula
Judas Bartolomé Mateo
Simón Santiago el Menor Juan
Santiago el Mayor Tomás
Felipe Pablo
Andrés Pedro
Anexo VI
Por grupos y filas, de izquierda a derecha, con tabula
Fila 1 Fila 2 Fila 3
Judas Santiago el Mayor Andrés
Simón Felipe
Bartolomé Santiago el Menor
Por grupos y filas, de izquierda a derecha, sin tabula
Fila 1 Fila 2 Fila 3
Mateo Juan Tomás
Pablo
Pedro
Anexo VII
Por grupos y filas, de izquierda a derecha, con objetos significativos
Fila 3
Pablo: Cartela
Pedro: Llave
El misterio de las manos que “hablan”
Por Antonio Gascón Ricao
La cueva de Gargás
En las paredes de la cueva de Gargás, situadas en los Altos Pirineos franceses, aparecen un centenar y medio de manos prehistóricas pintadas en negativo, a la mayoría de las cuales les faltan uno o varios dedos. Dichas pinturas rupestres, que tienen una antigüedad aproximada de 25.000 años, pertenecen a la fase Auriñariense del Paleolítico Superior y han sido, desde su descubrimiento en 1905, todo un enigma arqueológico.
Tratando de dar una explicación a aquel enigma, los arqueólogos afirman, por decir algo, que la falta radical de determinados dedos o de alguna de las falanges obedece, sin duda alguna, a mutilaciones rituales de carácter religioso, en lo que no deja de ser una pura y dura hipótesis de trabajo, ya que, de pensarse con un poco de lógica, semejante explicación resulta a todas luces aberrante.
Para ello, basta imaginar que sus propietarios eran simples cazadores nómadas, los cuales vivían de la caza y de la recolección. Motivo por el cual, de mutilarse uno o varios dedos, significaría que su habilidad manual, su principal herramienta de supervivencia, quedaba a partir de entonces muy mermada. Con lo que su sustento, de por si muy corto, quedaba en la misma medida radicalmente recortado, hecho que vendría a representar para el individuo, a corto plazo, poco menos que un suicidio.
Otra explicación, más racional, es la sugerida, ya en 1926, por G.H. Luquet, según la cual los dedos no estarían amputados, sino simplemente replegados contra la pared en el momento de grabarlos. Por tanto, dichas manos representan “señas manuales” de caza, similares al lenguaje utilizado por los sordos, y que según las diferentes configuraciones de los dedos permitirían identificar, al ejecutarlas, los diversos nombres de las especies animales representadas en las paredes, siempre de acuerdo con un código preestablecido, similar al que siguen utilizando todavía los bosquimanos del desierto del Kalahari en África.
De aceptar como buena dicha explicación, significaría que nuestro concepto sobre el hombre primitivo habría que revisarlo muy a fondo, puesto que semejante pensamiento abstracto implicaría que nuestros antecesores, ni eran tan salvajes ni tan primitivos, como la ciencia o la arqueología nos ha hecho creer hasta la fecha.
Por otra parte, y teniendo en cuenta que el lenguaje humano, tal como lo entendemos en la actualidad, apareció, según los expertos, hace apenas 10.000 años, tampoco resulta tan descabellado el aceptar que antes existió y usó, como alternativa de comunicación humana, un lenguaje manual prehistórico, similar al utilizado hoy en día por los sordos, puesto que aquellos hombres no hablaban, y aunque en principio no eran sordos, si eran, en el sentido más literal, mudos.
Esta última teoría no resulta tan descabella si se sabe que todas las personas sordas, con independencia de que tienen un nombre propio, el que figura en el registro civil o en sus documentos de identidad, poseen un signo o seña propio e individual que lo diferencia e identifica dentro del colectivo, algo así como un nombre secreto que solo conocen los sordos, y que raramente muestran a los oyentes salvo cuando hay una gran confianza.
De la misma manera que cuando conocen a una persona oyente, sin que aquella lo sepa, es “bautizada” con un signo o seña identificativa que todo el colectivo sordo acepta como distintivo propio e individual de aquella persona. Dicho signo representativo siempre recoge una característica personal del individuo dentro del contexto físico de la cara: orejas grandes, pelo rizado, ojos verdes, etc.
De ahí que se pueda pensar, de manera razonable, que las manos que aparecen en las pinturas de la cueva de Gargás, en el supuesto de que no estén mutiladas, pueden corresponder muy bien, no ya sólo a una seña identificativa de las diferentes especies animales, sino a la marca o seña personal de personas individuales, o de clanes concretos, a manera de nombre propio que los diferenciaba dentro del colectivo general de cazadores.
Hecho que implicaría también que dichas manos, pintadas en el interior de la cueva, y por tanto no visibles desde el exterior, podrían corresponder perfectamente a una marca de propiedad del recinto, con la cual se avisaba a propios y extraños de que aquel lugar concreto tenía dueños, y además con nombre propio.
El lenguaje Ogámico
Buena prueba de la teoría anterior, sería el lenguaje ógmico o ogámico, un alfabeto enormemente primitivo que nació en Irlanda, formado por trazos perpendiculares y oblicuos, colocados encima o debajo de una línea recta o cruzando esta. Según los manuscritos medievales que lo recogieron, dicha escritura constaba de 20 signos, divididos en 4 grupos de a 5.
Exactamente el mismo número de dedos existentes en el conjunto de manos y pies humanos. De aquellos cuatro conjuntos, uno correspondía a las cinco vocales y el resto a quince consonantes concretas. Con dichos signos escribieron durante siglos los celtas de la Gran Bretaña, especialmente en Gales o en Escocia, siendo en Irlanda donde más pervivió.
Las inscripciones ogámicas más modernas, que datan de los siglos V y VI, frecuentemente van acompañadas de leyendas latinas, hecho que ha permitido saber que en aquella época el alfabeto ogámico ya había adaptado el valor de sus signos, o palotes, al valor de las letras latinas.
Sin embargo, el nombre de aquel alfabeto desciende del vocablo Ogam, que designa en si a un tipo concreto de escritura rúnica, que según la leyenda era obra del dios Ogma o Ogmias, dios del panteón céltico que simbolizaba al dios de las armas y de la elocuencia. Esto último se entiende al atribuirse al mismo personaje la invención y el uso de aquel alfabeto tan peculiar.
No obstante los autores latinos Varron y Prisciano decían que el vocablo Ogam derivaba de la letra agma, que representa el grupo ng, letra doble particular que singulariza dicha escritura y que fue muy empleada en el antiguo irlandés. Respecto a la forma singular de los caracteres de aquella escritura se cree que proviene del antiquísimo culto de los árboles, al representar su grafía simple a las ramas de un árbol dispuestas en sus cuatro posiciones habituales, de tomar como eje el propio tronco, es decir, declinadas hacia arriba y hacia abajo y a derecha e izquierda.
Y sus letras, tanto las vocales como las consonantes, vinieron dadas por el nombre propio que en su momento le habían asignado a las diferentes especies de árboles situadas en su entorno próximo, en su caso la letra inicial con la cual se dada nombre propio a cada especie concreta. Hecho que demuestra lo remoto y primitivo de su origen.
Pero lo que hace singular a dicho tipo de alfabeto es que, además, se puede ejecutar también con la ayuda de la mano. Para ello basta con situar, de manera figurada y simbólica, cinco letras en cada dedo de la mano izquierda, partiendo desde el límite superior y externo de los dedos, en el caso de las vocales, asignándose seguidamente una consonante a cada falange, en este caso tres por dedo, lo que da un total de 20 signos, el mismo número de letras que se utilizaban en aquel alfabeto.
Sistema que permitía hablar por la mano al interlocutor, señalando con el dedo índice de la mano derecha, a modo puntero, la letra necesaria, formando de esta forma palabras y frases, y que por supuesto debería ser un lenguaje secreto para los extraños, en caso de no conocer la clave pertinente. Semejante sistema de “hablar” por la mano, fue utilizado por los druidas hasta su total desaparición.
Basado en el mismo alfabeto, existía otro sistema que se ejecutaba utilizando como eje la línea que da la mano izquierda tendida, con los dedos pulgar e índice yuxtapuestos, y al apoyar sobre dicho eje, sucesivamente, una, dos, tres, cuatro o cinco yemas de los dedos de la mano derecha, de la que resultaban las cinco vocales. La segunda serie, sobre el mismo eje, pero sobre palma de la mano izquierda, y siguiendo la misma mecánica de yemas de la mano derecha daban las cinco primeras consonantes. La tercera serie se ejecutaba sobre la convexidad de la mano izquierda, y la cuarta y última sobre concavidad de la misma mano.
Otro sistema o variante, permitía su ejecución, de estar sentado en una mesa, sobre el muslo de la pierna o sobre la pantorrilla de cruzar la pierna, y utilizando los dedos de la mano de forma alternativa para formar las letras, sistema evidentemente encaminado a un único interlocutor y por tanto forma secreta de comunicación.
Manos “parlantes”
Tras conocer las aplicaciones del alfabeto de Ogámico, y su forma o manera de ejecución manual, se impone llegar a una serie de conclusiones básicas. La primera que salta a la vista es que dicho alfabeto, extraído del culto mágico a los árboles, se remonta a la prehistoria más oscura. La segunda conclusión, es que nos encontramos ante un lenguaje simbólico, puesto que la representación gráfica de las letras se reduce a simbolizar estas mediante una serie de, llamémosles palotes o puntos significados sobre un eje central. Por lo cual cabe pensar que nos hallamos ante uno de los alfabetos más antiguos, puesto que no se representaba con él ni ideogramas ni jeroglíficos, por el contrario representaba, de forma simbólica, letras individuales y concretas.
Por otra parte, el uso de las yemas de los dedos, como si fuera un teclado, con una secuencia máxima de 5, recuerda enormemente a las pinturas de Gargás, con sus dedos replegados, donde el eje de ejecución es la superficie de la pared, a diferencia del ogámico que es la mano izquierda.
De la misma manera que las manos en Gargás, o de otras pinturas rupestres similares, no están todas verticales, sino que tan pronto oscilan hacía la izquierda o la derecha o están invertidas. Detalle que podría implicar un código similar al ogámico con veinte posiciones o variantes.
Estas sorprendentes similitudes, con abismo temporal de más de 22.000 años, indicarían de por si la pervivencia de un primer lenguaje humano no verbal, sino manual, y además simbólico. Hipótesis, que en cierta manera daría respuesta al cómo se comunicaban entre sí los hombres prehistóricos antes de la aparición del lenguaje vocal. Y como antes de la aparición de la propia escritura, representativa en su figura a los propios sonidos, el hombre utilizaba, como los músicos, una escala musical, puesto que tienen un eje de ejecución, donde los sonidos de las vocales y consonantes se podían representar mediante puntos o rayas, de manera similar al alfabeto Morse.
Esto último explicaría también, de forma racional, la magia que veían los antiguos en la música y su obsesión por ella, y los intentos más variados a todo lo largo de la historia por plasmarla de manera gráfica, basándose en los mismos sistemas que se habían utilizado para representar los primeros alfabetos, como si de escalas musicales se trataran. Recuérdese que hasta hace muy pocos años se enseñaba en las escuelas a los niños el alfabeto cantando, y el ritmo y la cadencia musical del mismo, al igual que se hacía con las tablas de multiplicar.
Beda el Venerable
Aquella obsesión del hombre por plasmar manualmente los sonidos, ya sea el de las letras o de la música, a última hora ambas son sonidos, pervivió al menos en su representación manual hasta el Imperio Romano. El monje inglés Beda el Venerable recogía, todavía en el siglo VII, un viejo sistema utilizado por los romanos durante siglos, mediante el cual, y con diferentes posturas de los dedos de las manos, simbolizaban no letras, sino números. El mismo sistema sobre el que ya habían hablado autores anteriores como Juvenal y Plinio en el siglo I o Plutarco y Apuleyo en el siguiente.
En dicho sistema, se representaba desde el 1 hasta el 99 con la mano izquierda, y del 100 hasta el infinito con la mano derecha. Para su ejecución se hacían servir, de nuevo los cinco dedos, al igual que en las pinturas de Gargás o en el ogámico. Dicho sistema había sido utilizado ya, con anterioridad a los romanos, en Oriente Medio como vehículo para representar el paso del tiempo, otra de las grandes obsesiones en la antigüedad puesto que la longevidad del mismo daba prestigio a los reyes o a los imperios.
Concretamente en Roma, se simbolizaba al dios Jano, el dios doble, haciendo con los dedos el número 365, lo que daba a entender el paso de los años y de los siglos, y dado que Jano sabía calcular el tiempo, aquello demostraba que no era un hombre sino un dios. Este comentario lo recoge Plinio en su Historia Natural.
Pero Beda recogía también que el mismo sistema podía simbolizar letras. Para ello bastaba con sustituir el número 1 por la a, el 2 por la c, y así sucesivamente. Lo que no explicaba Beda es que fue primero, si los números o las letras, ya que de mirarse con cierto detenimiento dicho alfabeto, en principio simbólico y no figurativo, las formas de los dedos simbolizados del 1 al 90 recuerdan, sin gran esfuerzo, a las letras del alfabeto romano, en este caso al alfabeto uncial.
Por otra parte, lo que no deja de ser curioso de aquel sistema es su propia supervivencia en el tiempo, ya que fue utilizado hasta el siglo pasado, no en Europa como era de esperar, sino por las tribus beréberes del norte de África, y no en su faceta alfabética sino en la numérica. Pues, su uso se ceñía específicamente a las transacciones comerciales entre las diferentes tribus o etnias, que con indiferencia al idioma, podían comprar o vender, utilizando las manos como marcador o como calculadora a la hora de ponerse de acuerdo en los precios.
Circunstancia que viene a traer en consecuencia que el hombre desde la noche de los tiempos, y aunque pueda expresarse mediante la voz, a utilizado y utiliza las manos como vehículo de comunicación, al ser este el más primitivo de todos los sistemas humanos, reminiscencia ancestral de cuando no podía hablar vocalmente. Y que lo único que ha traído la civilización es que, poco a poco, nuestras manos que durante miles de años han “hablado” clamorosamente ahora se están quedando, por primera vez en la historia de la humanidad, mudas.
Bibliografía:
Antonio Gascón Ricao, Manos que hablan. Pinturas rupestres ocultan un alfabeto. Karma-7. Barcelona, marzo de 2000.
Antonio Gascón Ricao y José Gabriel Storch de Gracia y Asensio, Historia de la educación de los sordos en España, y su influencia en Europa y América. Madrid, 2004
(Propuesta de “Cuadritos” aclaratorios)
EL DOLMEN COMO CALENDARIO
El alfabeto Ogámico aparece también en algunos dólmenes de Irlanda, cumpliendo las funciones de calendario, al repartirse los cuatro grupos de 5 letras sobre el cuadrado que forma el dolmen. Así un pilar representa la primavera, el otro el otoño, el dintel para el verano, y el umbral para el Día de Año Nuevo. Dicho calendario está basado en la leyenda versificada de la huida de Grainne y Diarmuid de Finn Mac Cool.
LAS SEÑAS DE LOS SORDOS.
Contra la opinión general, las señas mediante las cuales se expresan las personas sordas no corresponden a un idioma único y universal. Cada país tiene su propio código de señas, al igual que sucede con los idiomas hablados. Y puede suceder, como en España, que en algunas comunidades como Cataluña, Galicia o el País Vasco, convivan señas españolas con señas catalanas o gallegas propias, y en función siempre de la institución donde hayan estudiado.
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